“Eres demasiado anarquista para no ser anarquista”, me dice a veces mi chica. Tiene razón. Fruto de mi contradicción ideológica he comenzado la lectura de ‘El apoyo mutuo: un factor de evolución’, de Piotr Kropotkin. Para mi sorpresa, uno de los principales teóricos del movimiento anarquista no se basó únicamente en la observación de la sociedad humana sino del resto de sociedades animales. A principios del siglo XX, la teoría de la evolución darwinista acababa de echar a volar y, como empezaba a percibir el autor, sus amigos naturalistas y el propio Darwin, una interpretación torticera de la selección natural se repetía en algunos círculos -con funestos resultados décadas más tarde-: la vida es una competición brutal, cruenta y sin tregua en la que solo sobrevive el más fuerte, el más audaz y, por supuesto, el más egoísta. El intelectual ruso dedica el primer párrafo de su obra no solo a desmontar que Darwin defendiera tal cosa, sino a argumentar que la propia observación de la vida animal por parte de una zoología aún en pañales desmentía la mayor:
“Aunque el mismo Darwin utilizó la expresión ‘lucha por la existencia’, preferentemente en su sentido más estricto, previno a sus sucesores en contra del error (en el cual parece que cayó él mismo durante una época) que suponía la comprensión demasiado estrecha de estas palabras. En su obra posterior, ‘El origen del hombre’, llegó a escribir varias páginas vigorosas para explicar el verdadero y más amplio sentido de esta lucha. Mostró cómo, en innumerables sociedades animales, la lucha por la existencia entre los individuos de estas sociedades desaparece completamente, y cómo la lucha es reemplazada por la cooperación, proceso que conduce al desarrollo de las facultades intelectuales y de las cualidades morales y que asegura a cada especie las mejores oportunidades para sobrevivir y perpetuarse”.
Continúa Kropotkin citando a Darwin:
“Señaló que en estos casos, aquellos que son físicamente más fuertes, más astutos o más hábiles no se revelan en modo alguno como los más aptos, sino que lo son aquellos que mejor saben unirse y apoyarse los unos a los otros -tanto los fuertes como los débiles- por el bienestar de toda su comunidad”.
En las siguientes páginas, Kropotkin desgrana decenas de ejemplos de apoyo mutuo entre animales que a un lector como el que os escribe, lego en formación en ciencias naturales pero siempre curioso, hace que se le caiga la baba del asombro: hormigas que paran todo lo que están haciendo si ven a una compañera sedienta, pájaros rapaces que llaman a gritos a otras si han avistado una presa grande que pueden compartir o papagayos con complejos mecanismos de vida en común solamente con el objetivo de disfrutar.
Tras la DANA ha ganado fuerza una pulsión antiestatista, bajo el lema -antes de exclusivo uso de la izquierda- de “solo el pueblo salva al pueblo”, que pese a que pueda entroncar con la ideología que empezó a cimentar el amigo Piotr, no comparto en su totalidad por varias razones. En primer lugar, porque aunque en demasiadas ocasiones la maquinaria estatal nos parezca inútil en el mejor de los casos y violenta en los peores, es una herramienta a día de hoy, con las fuerzas que tenemos, indispensable para organizar la vida en comunidad. En segundo lugar, porque la crítica al Estado está siendo manoseada por elementos reaccionarios; no para proponer una revolución que aplicara una verdadera justicia social sino para acercarse cada vez más al cumplimiento de sus deseos cada vez más confesables, el establecimiento de autocracias que aplasten al disidente. También advirtió de ello Kropotkin en 1902:
“Cuando las instituciones de ayuda mutua -la organización tribal, la comuna aldeana, los gremios, la ciudad de la Edad Media- empezaron a perder su carácter primitivo en el transcurso del periodo histórico, cuando comenzaron a aparecer en ellas las excrecencias parasitarias que les eran extrañas y debido a las cuales estas mismas instituciones se transformaron en un obstáculo para el progreso, la rebelión de los individuos en contra de estas instituciones tomó siempre un doble aspecto. Una parte de los rebeldes se esforzó en elaborar formas superiores de convivencia, basadas de nuevo en los principios de ayuda mutua (...) Al mismo tiempo, otra parte de estos individuos que se rebelaron contra la organización que se había consolidado, intentaron simplemente destruir las instituciones protectoras (...) a fin de imponer su propia arbitrariedad, acrecentando de este modo sus riquezas y fortaleciendo su propio poder”.
Como podemos comprobar, no es nuevo que la crítica a la ineficacia del Estado tenga dos caras. Una, que intenta superarlo con el fin de protegernos mejor; otra que busca protegerse solo a ellos recogiendo y utilizando para su exclusivo beneficio el dolor y la frustración. Y si bien es cierto que de las carencias de la acción institucional surgen los monstruos, y que esas carencias se cobran vidas, no creo que tengamos las fuerzas suficientes como para que se imponga nuestro relato y nuestra vía.
Por otro lado, reconozco que me abochornan ciertas defensas numantinas al Estado que se están realizando estos días desde el progresismo. “Como solo el pueblo salva al pueblo, si me atracan no llamaré a la policía, haremos patrullas ciudadanas para protegernos”, se leía en tono irónico en una tribuna de El País hace unas semanas. Por encima de mi cadáver la defensa de las instituciones democráticas va a pasar por negar o minimizar sus crímenes, sobre todo los que tienen que ver con el monopolio de la violencia. Es también el Estado el que ha metido en la cárcel a los sindicalistas de La Suiza, el que niega el Ingreso Mínimo Vital porque se te quemaron los papeles en el infierno burocrático, el que saca un ojo a manifestantes en la represión de las protestas, el de las tanquetas en Cádiz y la masacre en la frontera de Melilla.
No tiene sentido, además, que este enroque con respecto al papel del Estado niegue que es prácticamente imposible que un Gobierno, un ordenamiento jurídico, un Parlamento llegue a todos lados. El apoyo mutuo, el “solo el pueblo salva al pueblo”, el fortalecimiento de redes de ayuda para que nadie caiga, es ineludible. Pero no se debe esgrimir en contraposición a las instituciones sino como un complemento más que esencial. En primer lugar, para avanzar en el objetivo de la justicia social; y en segundo lugar, para que cuando las catástrofes sigan aumentando en severidad y frecuencia y se repitan situaciones de desgobierno o de Estado fallido (los primeros días en zonas como Paiporta, por ejemplo), tengamos tablas a las que asirnos. Que, cuando tenga que reinar la anarquía, reine la anarquía de verdad; no la que se utiliza como sinónimo de caos, sino la que utiliza la cooperación, más que la imposición, para organizarse.
He pensado mucho estos días en la perspectiva laboral de todo lo ocurrido en la provincia de València. Las riadas sorprendieron a muchos trabajadores de vuelta de sus puestos; a otros muchos no se les permitió abandonar los establecimientos, contraviniendo no solo la ley sino la más básica decencia humana. Cuando las aguas volvieron a su cauce y València empezó a comprender la magnitud del desastre, otros tantos curritos fueron extorsionados para ir a trabajar. Un buen número de empresas presionó y amenazó a sus empleados para seguir produciendo y otras tantas restaron del sueldo la incomparecencia.
La ley ya habilitaba antes de la DANA a los trabajadores a abandonar su puesto de trabajo y a no presentarse por causas climáticas de fuerza mayor. Evidentemente, si la alerta no se hubiese mandado tarde por la cadena de incompetencias criminales de la Generalitat Valenciana, muchos habrían aplicado este derecho para guarecerse. Pero no nos engañemos: otros muchos no. El trabajo no es un terreno de juego imparcial: hay un desequilibrio de poder evidente, por la propia naturaleza del contrato entre patrón y trabajador, que la legislación laboral intenta compensar. Muchas veces sin éxito. No solo aplican las amenazas, directas o indirectas, del empleador; también una construcción ideológica larvada durante siglos mediante lo cual lo más importante, por encima de la vida, es la producción.
Hace unos días, la ministra de Trabajo, Yolanda Díaz, anunció “permisos climáticos” para ampliar y mejorar ese derecho a la incomparecencia en caso de catástrofe. Les trabajadores podrán faltar hasta cuatro días “prorrogables hasta que desaparezcan las circunstancias” sin perder salario. Una medida muy necesaria y muy pertinente, cuya eficacia desgraciadamente tendremos oportunidad de comprobar pronto, visto el avance de la crisis climática. Es de agradecer, desde luego, la rapidez del Gobierno a la hora de responder en este frente. Sin embargo, hay dos gaps que me inquietan.
En primer lugar: el Estado puede y debe ir más allá. ¿No demostró la pandemia que, como ha refrendado recientemente el Tribunal Constitucional, el Gobierno tiene la potestad de parar toda actividad laboral no esencial en caso de riesgo inminente para la vida? ¿No es más útil obligar al parón que confiar en la buena voluntad del patrón de respetar la ley y en el empoderamiento del trabajador para hacer valer sus derechos? ¿Para qué queremos inspectores de trabajo que apliquen sanciones a posteriori sobre tierra quemada, inundada, rota? Este tipo de construcciones se cimentan sobre el pensamiento mágico que asegura que hemos aprendido la lección, que tendremos todos presente el peligro y que se harán las cosas de otra manera cuando vuelva a llover con fuerza. ¿Han cambiado de manera significativa nuestros hábitos de salud pública desde 2019?
Por otro lado, ninguna legislación laboral, ni la más básica, se aplica correctamente sin un tejido sindical que instruya, que acompañe y que sujete. De nada sirve que la ley lo permita sin que los representantes sindicales no solo expliquen que efectivamente es así sino que ayuden a diluir el miedo casi atávico que cualquier trabajador -y más después de décadas de atomización del tejido productivo- siente al decirle una palabra más alta que otra al jefe. La labor clásica de los sindicatos ya es útil a la hora de hacer frente a los eventos climáticos que vendrán y cualquier discurso que los ignore es un discurso condenado a chocarse con la realidad.
Sin embargo, las herramientas del pasado no desmontan la tormenta del futuro; estamos solamente en la puerta de entrada de un nuevo escenario climático, por lo que, al igual que el ordenamiento jurídico se dota de nuevas normas, la organización de les trabajadores debe dotarse de nuevas armas. La convocatoria de una huelga climática ante el advenimiento de una tormenta -o una ola de calor- podría cumplir una doble función; en primer lugar, los sindicatos ofrecen una doble cobertura legal a quedarse en casa, sumándose a la ley recientemente aprobada por el Consejo de Ministros. En segundo lugar, sirve de acicate y de excusa para la organización de piquetes climáticos, que redoblen los esfuerzos en informar a les trabajadores no solo de qué dice la Aemet, también de lo que está en juego y de las dinámicas que se revierten si se abandona el puesto de trabajo ante un peligro anunciado e inminente.
Hay mucho por hacer. Los sindicatos deben abandonar la tentación de considerar el cambio climático como una preocupación de segunda y el pensamiento tan recurrente del “seguro que luego no llueve tanto”; deben revisar los mecanismos de aviso y prevención; deben formarse en la ley y en los mecanismos a su alcance; deben poner sus esfuerzos en servir de dique de contención ante las inercias de la producción; y deben presentarse como, más que un simple dispensador de asesorías, como una alternativa con la que transitar el mundo del trabajo al margen de la competencia, el individualismo y la patológica evasión del conflicto.
El apoyo mutuo no es, por tanto, una serpiente en el supuesto Jardín del Edén Democrático, sino una herramienta indispensable para la vida que vendrá. Sin el Estado no llegamos, pero solo con el Estado tampoco. No solo por amor, ni siquiera por un altruismo desinteresado, sino como explicaban Darwin y Kropotkin, para garantizar nuestra supervivencia como especie. Vienen tiempos más complicados que los actuales en todos los frentes, y la vida no va de una victoria total o un fracaso rotundo; los podemos hacer más digeribles con red. Contar con amigas, compañeras, aliadas y cómplices nos permitirá resistirlos mejor y planear, golpe por golpe, la respuesta.
Hermosa reflexión. Hace poco tiempo, pude visitar Concordia, una ciudad en Argentina que se inunda desde 1959. Una de las cosas de las que hablé con los vecinos de las costas del Río Uruguay es que son ellos mismos, mediante la ayuda mutua, quienes se organizan para adaptar sus viviendas a la crecida del río y a las inundaciones. Ellos compran materiales y los dividen según la cantidad de vecinos en una cuadra. Muchas veces consiguen la colaboración de las iglesias del barrio para la construcción de los primeros niveles de casas muy bajas, que se llenan de agua en pocas horas.
No es por desmerecer la actividad del municipio; muchas familias fueron reubicadas a zonas no inundables. Pero la realidad es que los vecinos no quieren irse, sino adaptar sus hogares. Y, muchas veces, existen sutilezas que el Estado o los organismos gubernamentales pueden no captar (o, mejor dicho, ignorar), y se pierde la noción de que la adaptación al clima se basa casi en su totalidad en la colaboración humana.
Gran artículo el de hoy, muchas gracias.
Me quedo con “aquellos que son físicamente más fuertes, más astutos o más hábiles no se revelan en modo alguno como los más aptos, sino que lo son aquellos que mejor saben unirse y apoyarse los unos a los otros -tanto los fuertes como los débiles- por el bienestar de toda su comunidad”. 💚