La vida que vendrá #9: el trabajo que te mata y el trabajo que te salva (I)
El trabajo nos hace mucho daño.
Lo ves. Lo ves a diario, en nosotras, en la conversación con amigas y compañeros. La evidencia te salta a la cara en las noticias. El cadáver fresco mientras siguieron recibiendo llamadas. Paralizado y abandonado a su suerte en un taxi camino al hospital. Recibes un WhatsApp, otro colega de baja por ansiedad, pero solo unos días, porque el WhatsApp que recibe él es de su jefe: “¿cómo estás?”. Otra madre que no puede más, pero que al final sí que puede, porque para que llore su hijo, mejor que llore ella.
Otra paliza, otro desprecio, otra burla, otro caso de acoso, otros nervios reventados. No me esperes despierto. Otro accidente, otra desgracia.
“Un gran caos bajo el cielo. La oportunidad es excelente”. Un abordaje serio de la crisis climática necesita destruir ciertos trabajos de mierda, crear otros nuevos, inundar los socialmente útiles. La ocasión parece ideal para construir sobre las ruinas y acabar con las condiciones, con las relaciones de sumisión y con la violencia que sustenta el mundo del trabajo en la actualidad.
El problema es que el trabajo, aparte de ser el centro de nuestras vidas, parte o el todo de nuestra identidad y el principal garante de derechos, una suerte de ciudadanía laboral mediante la cual si te quedas fuera, te quedas sin nada, es una trampa. Una trampa perfecta y muy bien engrasada por siglos de hegemonía capitalista.
Si tu trabajo no te satisface, esfuérzate más. Asciende. ¿Es una mentira la meritocracia? Seguro, pero cuéntaselo a quien no tiene nada y quiere tener como los demás: ¿qué alternativa hay? Resulta que no puedes ascender: será que no te esfuerzas demasiado. No serás, acaso, ¿un vago que solo quiere subvenciones? Quizá la solución pasa por una vasectomía, erradicar a la gente como tú, los de las prestaciones.
Ah, resulta que tu trabajo te satisface. Entonces no creo que tengas problema en hacer unas cuantas horas extra sin pagar, ya sabes, lo que estás haciendo es importante. Está claro que tienes talento y por eso te elegí: no creo que seas tan traidor como para sindicarte. ¿A qué sindicato? ¿A los que te venden, o a los pequeños que se desangran en militancia porque, precisamente, no tienes tiempo para implicarte?
No hace falta el sindicato: somos personas, podemos hablarlo. Podrías decírselo a la jefa, alcanzar un acuerdo. Pero… ¿y si se enfada y te despide? ¿Y si ya no te encarga más trabajos y te hace el vacío? No quieres quedarte fuera. Tienes que comer, tienes que hacer esto, esto que haces es lo que eres. Es tu vocación.
Tienes que comer. Supongo que es verdad que la actividad en la que inviertes la mayor parte de tu tiempo, donde pones el cuerpo, está destrozando el planeta y asfixiando el futuro. Pero tienes que comer. Y elegir entre las promesas y el salario a final de mes. No, no es verdad, tu trabajo no es demasiado lesivo. ¿Para qué sirve, entonces? No sé, no es demasiado útil, en el fondo, para nadie más que para los accionistas que reclaman beneficios.
No te encuentras bien. No te tratan bien. Supongo que solo tienes que esforzarte un poco más.
El trabajo en su forma actual es alienante, separando al obrero de la producción y extrayendo los beneficios de su esfuerzo para las ganancias de unos pocos. El trabajo en su forma actual se estructura de forma vertical y se mantiene en pie gracias a la violencia, el miedo y la intimidación. El mercado laboral no se ha mostrado útil ni para reducir la desigualdad, ni para articular la protección social, ni mucho menos para hacernos felices. Donde funciona, es una máquina perfecta de sufrimiento y arcas llenas de una minoría asesina. Donde no funciona, peor; sin la ciudadanía laboral, solo queda la exclusión y la muerte, o el ascenso rápido, peligroso y extraordinariamente dañino. Apuestas. Criptomonedas. Estafas. Narcos, robos, droga. Violencia y muerte otra vez, aunque sea romantizada.
Pero no basta con decirlo. No basta con las pancartas de “hay que trabajar menos” o “hay que trabajar distinto”. Si queremos que la mayoría social pase del “sois unos vagos” al “vale, cambiemos esto” hay que sacar la alternativa no solo de los libros de Marx, también de los discursos políticos progresistas y de los informes ecologistas.
Y si carecemos de la capacidad para imponerla, al menos, como mínimo, imaginémosla.
Se ha escrito largo y tendido sobre los trabajos verdes y su potencial para no solo dejar hecho todo lo que hay que hacer en esta nuestra transición ecológica, sino también para dotar a la acción climática de connotaciones positivas: con esto no vas a “sacrificar” nada demasiado importante y vas a ganar un empleo seguro, útil e, incluso, divertido. La reducción planificada de la demanda y de la producción te dará tiempo libre, sombra y amigos. Se ha escrito menos de qué trabajos verdes, cómo trabajamos en verde, por dónde empezamos.
A continuación, plantearé cuatro escenarios en dos newsletters consecutivas para que, al menos, como mínimo, entre ola de calor y amenaza fascista, podamos cerrar los ojos y pensar en cómo será la vida que vendrá cuando logremos, al menos, esquivar al puto imbécil de tu jefe que te la jode.
Vamos a ello.
Los Cuerpos Climáticos: la mayor y mejor empresa de la historia
La palabra ‘empresa’ es polisémica. La segunda acepción es la más utilizada: “Unidad de organización dedicada a actividades industriales, mercantiles o de prestación de servicios con fines lucrativos”. La primera: “Acción o tarea que entraña dificultad y cuya ejecución requiere decisión y esfuerzo”. Está claro que tenemos una grandísima empresa por delante, quizá la mayor de la historia de la humanidad, por lo que implica: frenar, detener la inercia y recuperar la marcha, pero en el sentido contrario.
Hay que rehacer nuestro sistema energético, no solo para hacerlo más limpio, también para hacerlo más distribuido. Hay que rehabilitar millones de viviendas. Hay que restaurar cientos de ecosistemas al borde de la muerte; o resucitarlos, de ser preciso. Hay que abrir cortafuegos y plantar árboles. Hay que rediseñar la gestión de residuos y los modelos de gobernanza. Hay que ensamblar millones de placas solares, palas de autogeneradores, coches eléctricos. Hay que levantar pérgolas y hay que retirar muchísimo asfalto en busca de la playa.
En Estados Unidos lleva años popularizándose la idea de Cuerpos Climáticos, partiendo de la idea militar del reclutamiento o del servicio militar, pero no desde la idea del sacrificio absurdo por la patria, sino desde la idea de la gloriosa oportunidad para salvarlo todo. Los cuerpos climáticos, según el autor de El Green New Deal Global, Jeremy Rifkin, pueden conformarse en tres brigadas: un Cuerpo Verde, un Cuerpo de Conservación y un Cuerpo de Infraestructuras, y emplear a miles de jóvenes en las tareas del presente y del futuro. Rifkin lo entiende como una formación con la que no solo dotar a los muchachos de los conocimientos técnicos necesarios, sino también insuflarles sentido de pertenencia y de compromiso ante la Gran Misión.
Otros impulsores de esta medida, como Sunrise Movement -que lo llevó, por el momento sin éxito, al Congreso estadounidense de la mano del ala progresista del partido demócrata- no lo proponen como formación, sino como destino; como empleo fijo, seguro, bien pagado y escasamente alienante. “El Cuerpo Civil del Clima dará buenos trabajos a millones de personas que están desempleados o subempleados y sufren los efectos de una pandemia mundial y una recesión económica severa, y trabajará en asociación con sindicatos y empleadores para darles un camino hacia carreras estables y significativas a largo plazo”, defienden.
Basado en el Cuerpo de Conservación Civil del New Deal de Roosevelt, que reparó buena parte de lo destrozado tras la guerra, Sunrise Movement llama también a no cometer los mismos errores: ni emplear exclusivamente a hombres blancos, ni dejar fuera de la tarea todo lo que no suena a testosterona y hormigonazo: una sociedad resiliente al clima debe ser una sociedad donde miles de trabajadores se dediquen a tareas de cuidados, a construir y a tejer puntos de encuentro y de vida en común.
Aterricémoslo a la sociedad española. Buena parte de los habitantes del rural sienten que la ciudad desprecia su modo de vida, no entiende sus verdaderos problemas y, con la ‘excusa’ del cambio climático -como si tuviera la capacidad de ser una excusa- se pone en riesgo su modo de vida. Esto ya no es solo un rumor, es una realidad. De bien poco le sirvieron las palabras gruesas a la ministra Ribera: en las comarcas que viven de esquilmar Doñana, ganó el PP con mucha suficiencia en las elecciones de mayo. Un poder parecido al que sigue ostentando la derecha en Murcia, a pesar de las movilizaciones en contra del ecocidio del Mar Menor.
Varias trampas operan en paralelo aquí: abanderar el identitarismo del ‘campo’ monta en el mismo barco a terratenientes y jornaleros y permite dibujar un enemigo claro en contraposición a una amenaza difusa. Y, en cierta manera, no les queda otra, porque la izquierda no ha propuesto en serio un “plan B” a su modo de vida: ha preferido repetir que están locos y que hay que reducir hectáreas de regadío. Dos verdades, que no por ser ciertas son útiles. Se les ha negado la capacidad de imaginar.
Un cuerpo climático impulsado por el Estado español podría ofrecer otro modo de vida a los agricultores que no ven más allá de la necesidad de seguir extrayendo agua de su pozo, legal o ilegal. Podría mostrar que hay otra manera de cuidar “el rural” que es, básicamente, cuidarlo de verdad. El propio Gobierno ya tiene planes para crear cinturones verdes de maleza y vegetación autóctona en torno al Mar Menor para frenar el desembalse de nutrientes. Muchas de las medidas del Plan Doñana, que se rubricó hace 13 años, siguen sin ejecutarse, por falta de voluntad política pero también de manos. Cuando terminen, pueden ponerse con las Tablas de Daimiel, con el Delta del Ebro o con las 25 millones de viviendas edificadas en el país que tienen más de 40 años.
Un cuerpo climático no solo podría dotar de un nuevo modo de vida a los trabajadores cuyos trabajos tienen que desaparecer o reducirse notablemente, también puede dotar de un nuevo sentido a lo que hacen. Puede demostrar, con buenas condiciones laborales, jornadas reducidas y participación democrática de los procesos, que el trabajo no tiene que hacerte llorar. Y, de paso, los líderes de opinión que se dan golpes en el pecho con “defender el campo” tienen una oportunidad perfecta para demostrar que no iban de farol.
La derecha se quedará sin argumentos para contraponer de manera tramposa la restauración ecológica al sector primario, como ha hecho recientemente en el Parlamento Europeo. No, no vamos a hacer tu trabajo más difícil: vamos a eliminar las grandes hectáreas de intensivo. Esto es lo que tienes a cambio: seguridad, bienestar y un motivo para hacerlo.
Amazon: ¿nacionalizarla o hacerla desaparecer?
Amazon, en buena manera, representa todo lo malo del trabajo que nos daña y nos mata. Una empresa con compromisos climáticos poco sólidos, cuyos planes esquivan la gran mayoría de emisiones que genera su inmensa actividad de logística y reparto; unos dueños cuyo único objetivo es hacerlo más y más grande a costa de todo y de todos; un modelo monopolístico que, a través de la canibalización y la competencia desleal, fuerza al pequeño negocio a seguir sus reglas o quedarse fuera; y unas prácticas laborales demenciales que no solo ahogan al trabajador, sino también a cualquier mínima tentativa de organización sindical.
Y, a pesar de todo, usamos Amazon. Porque es cómodo, terriblemente cómodo, y el mismo modelo de trabajo que ha hecho a Amazon grande, en base a la extracción de plusvalía y la violencia represora, es el que nos quita tiempo para comprar con calma y sin impulsos. Porque, cuando tu trabajo es una mierda y tu vida pierde el sentido, lo poco que te queda es el subidón de adrenalina del consumo rápido.
Manuel Sacristán decía que cualquier intervención ecologista mínimamente transformadora “requiere un tremendo cambio de vida material y de vida mental, de los hábitos mentales, incluso de los valores”, y esa tarea de fondo se sale de los límites de esta newsletter. Pero siempre podemos pensar en cómo podría ser distinto.
En 2020 se escribieron varios artículos en Estados Unidos sobre la posibilidad de nacionalizar Amazon para distribuir vacunas, medicinas y bienes de primera necesidad entre la población ante las urgencias de la crisis sanitaria. “Hacer que Amazon fuera de propiedad propiedad pública mejoraría rápidamente la capacidad del gobierno para responder al covid-10 y las crisis económicas, al tiempo que le permitiría rectificar los aspectos negativos del gigante: el abuso de sus trabajadores, el fomento del cambio climático y los intentos de monopolizar aún más la economía bajo el control del CEO Jeff Bezos. La combinación de Amazon con la infraestructura postal existente brinda más oportunidades para crear una institución pública que responda a las necesidades de las personas, con servicios que mejoren sus vidas”, firmó Paris Marx en Jacobin.
Pasada la emergencia pandémica, ¿para qué nos sirve una Amazon nacionalizada? En primer lugar, debe sustentarse sobre una sociedad con muchísimo más tiempo libre, con menos carga de trabajo en todos los sentidos, para construir nuevos deseos al margen del consumo desbocado. En segundo lugar, una sociedad climáticamente resiliente no tiene por qué renunciar al intercambio.
En El cambio climático en diez mercancías, libro editado por este mismo colectivo que les habla, se dibuja una alternativa. “Uno de los mayores problemas de esta compañía, a nivel ambiental, es su modelo de distribución ineficiente. Pensemos, sin embargo, en la posibilidad de disponer grandes almacenes donde los usuarios pudiéramos ir a recoger nuestros pedidos. En ellos también podríamos devolver productos que ya no vamos a utilizar, pero no para que sean desechados, sino para que sean reacondicionados y reutilizados por otras personas. También podríamos imaginar un servicio de distribución donde no prime la inmediatez, sino las buenas condiciones laborales y la minimización de los viajes”.
La nacionalización de Amazon supondría una profundización en el concepto de las cosotecas: una vuelta a un modelo de consumo basado en la reutilización y el intercambio en vez de en la compra, teniendo en cuenta que la mayoría de bienes que adquirimos por Internet tienen un uso limitado, cuando no nos aburrimos o nos cansamos de ellos. Una red pública de miles de repartidores podría traerme un taladro que no va a utilizar, por el momento, otra persona, y podría llevarse de vuelta el kit de maquillaje que ya no concuerda con mi estilo.
Otros autores, como el mismo Rifkin, han preferido centrarse en el aprovechamiento público del big data que genera una actividad como Amazon, y que podría utilizarse para mejorar -o, simplemente, inaugurar- la eficiencia de todos los procesos. La conquista no ya de los medios de producción, sino de la información en una sociedad digitalizada.
Yo, sin embargo, me hago una pregunta: ¿realmente necesitamos Amazon? ¿Realmente necesitamos buscarle tres pies al gato para justificar la pervivencia de un modelo que solo nos ha traído nuevas necesidades? No digo ni que sí ni que no, pero las reflexiones sobre la inmensa transformación que tenemos por delante no pueden esquivar el debate de si hay sistemas que merecen morir, igual que tendremos que acabar con los SUVs, con los jets privados y con las macrogranjas.
En cualquier caso, reflexionar sobre una expropiación, como escribe Sarah Jaffe en The Outline, sirve más que para tener un plan de acción cuando aún no tenemos fuerzas para ello. “El objetivo de llamar a nacionalizar Amazon es desafiar la idea de que Amazon debería tener más poder que los Gobiernos de Estados o países elegidos democráticamente. Es decir que, en realidad, no tenemos que seguir haciendo más ricos a los ricos para que nos tiren unas cuantas monedas al resto. Podemos decidir cómo debe ser la ciudad, el país e incluso el mundo en el que queremos vivir”.
Imaginar por imaginar ya tiene un poder, aunque sea modesto, para cambiar los marcos y las trampas con las que, a veces, parece que el capitalismo y el trabajo asalariado no tienen salida. Y además, no debemos olvidar que, como dijo Lenin, hay semanas en las que pasan décadas. Que el anterior New Deal se hizo con unos impuestos a las grandes fortunas del 90%. Que hay muchas ideas que parecen nuevas, pero que ya fueron inventadas y aplicadas. Que antes del New Deal, las sociedades occidentales reorientaron toda su producción para alimentar la guerra. Que el Gobierno español paralizó el país en una semana de marzo de 2020. Que somos capaces de cambiarlo todo y que, en esta ocasión, sea para el bien.
[Nota del escritor: esta newsletter debió haberse enviado ayer a las 7, pero sufrí un accidente doméstico. La segunda parte de esta serie sobre el trabajo con la que acabamos la temporada de ‘La vida que vendrá’ se enviará este mismo domingo 2 de julio, a las 7, si no se me inunda la casa otra vez. Continuará]