La vida que vendrá #7: amar en tiempos del Zelda
Sueño y trabajo nos costó saberlo:
ternura es patrimonio de los rojos
(Javier Egea)
Estos días estoy jugando, cuando buenamente puedo, al recientemente publicado The Legend of Zelda: Tears of The Kingdom. Creo que el videojuego, secuela directa de un Breath of The Wild que cambió para siempre los estándares del sector, da para varias reflexiones climáticas, más allá de lo que ya se ha escrito mucho y bien: su sistema de físicas apabullante, su nivel de detalle y cuidado, toda la conjunción de elementos bien trabajados y diseñados que hacen surgir la sensación de magia.
Ambos títulos presentan un mundo posapocalíptico, pero de maneras opuestas: lo disfrutable en la primera entrega fue la naturaleza comiéndole terreno a la sociedad a costa del dolor y el miedo de una civilización diezmada. La secuela, sin embargo, orbita en torno al concepto de ‘reconstrucción’ y todo lo que implica: organización colectiva, apoyo mutuo y resistencia. Lo que antes se disfrutaba desde el vacío ahora se disfruta desde lo abrumador de las infinitas posibilidades. Toda vez que ya no dan miedo las cenizas.
Se habló en las redes la semana pasada, días antes del lanzamiento del juego, de un particular anuncio de Nintendo Australia. En él se muestra a un señor de mediana edad (¿qué significa exactamente esto? ¿tengo yo mediana edad?), agotado de la rutina diaria consistente en ir y volver del trabajo, que encuentra su momento de relax, pero también de disfrute y de diversión, de sensaciones de libertad y aventura, jugando al Zelda. La primera lectura es obvia: qué triste que te tengas que dejar 60 napos en volver a sentirte libre. Qué estamos haciendo, en qué hemos fallado como sociedad.
Sin embargo, hay un subtexto interesante: en la primera escena que nos muestra al protagonista en el autobús camino al curro, mira por la ventana (como el meme) y ve un paisaje arbolado que le sienta regular. Tras “recuperar el sentido de la aventura” con el jueguito, vuelve a mirar por la ventana y ya no ve lo que se está perdiendo, sino lo que podría reconquistar.
El videojuego se plantea, llevándolo a mi terreno, como la palanca entre la vida que tenemos (gris) y la vida que vendrá (llena de aventura). Y nos hacen falta más palancas, pero casi todas ellas terminan chocándose con el mismo muro de siempre, el muro del tiempo. El que para mí es el mejor creador de contenido del país en lo relacionado con el mundo del videojuego, Joseju, hablaba recientemente del Gran Theft Auto: San Andreas, el sandbox que marcó a toda una generación, y los veranos libres de la infancia en los que, libres de responsabilidades, lo único que había que hacer era jugar. No todos tuvieron, desgraciadamente, infancias veraniegas repletas de paz, pero sí que me parece una meta a la que llegar.
Los que jugamos sabemos que nuestra relación con el videojuego ha cambiado. Ahora, desgraciadamente, en muy pocas ocasiones se trata de encender la consola y dejarse llevar por el mundo interactivo que se nos planta delante; más bien consiste en rascar el tiempo de donde se pueda entre un maremoto de exigencias y responsabilidades, y no poder desconectar porque a la que te descuidas hay ocho mensajes sin responder, la cocina se ha vuelto a ensuciar sola y el imbécil de tu jefe te ha vuelto a mandar un correo en domingo y, lo que es peor, espera que lo abras. Ni podemos imbuirnos en la aventura ni podemos “recuperar el sentido de la aventura” y buscarla ahí fuera, en lo analógico; hay que trabajar, generalmente para otros. Espabila.
En Realismo capitalista, Mark Fisher menciona más de 60 veces la palabra “deseo”. Sabe bien que, desgraciadamente, el cambio social que necesitamos para sobrellevar el mundo recalentado que viene y para vivir mejor no pasa por una Gran Verdad que se revela al populacho, de un modo cuasireligioso, como Moisés y las escrituras. “Si el neoliberalismo triunfó incorporando los deseos de la clase trabajadora posterior al mayo del 68, una nueva izquierda podría empezar edificando sobre los deseos que el neoliberalismo ha generado, pero que ha sido incapaz de satisfacer”.

A mucha, mucha gente, asumámoslo ya de una vez, le da exactamente igual la sanidad, la educación, los muertos en las residencias, el tiempo libre, la necesidad de parar el productivismo desbocado que nos lleva al desastre ecológico a cambio de la más profunda insatisfacción. No les moviliza porque sus valores y, por tanto, sus deseos, son otros: trabajar mucho y bien para poder comprar una casa más grande, un coche más grande y aislarse cada vez más de todo lo que puede doler o recordarnos que, si todo cae, también caerá el que aceptamos como el camino correcto al éxito.
Por esto la gente vota a Ayuso o a Trump. Porque nunca, nunca, nunca ha sido solo racional, porque los valores no son los mismos y porque el sentirse amenazado es una fuerza incluso más poderosa que el deseo. Y sin embargo, a pesar de la reacción, veo cada vez más grietas en el muro turbocapitalista. Hordas de trabajadores jóvenes que ven que su esfuerzo en el universo laboral ha servido de más bien poco y no miran el dedo, sino la luna, y que quieren edificar una nueva casa para la izquierda sobre el deseo de tener tiempo para vivir. Señalando directamente al monstruo que se lo come: el trabajo asalariado que produce de manera desbocada mercancías que no necesitamos para alimentar las inmensas ganancias de un puñado que no tiene reparos en que se agote todo lo que se tiene que agotar.
Tener tiempo para vivir. Una gran parte de la población, insisto, cree que esto es de vagos. Que hay que esforzarse, sacrificarse, tener disciplina, cultivar la responsabilidad, para lograr subir escalones en la pirámide y que otros arruinen su vida por ti, robándole la plusvalía o lavándote los calzoncillos. No es pequeño ni fácil de derrotar este final boss. No es muy efectivo repetir como papagayos que es que Ayuso está loca, como si hubiera servido de algo en 2021. Estas semanas he estado pensando que, para reedificar el andamiaje del deseo, quizá sirva preguntarse para qué quiero tener tiempo para vivir. Qué es vivir.
Estas semanas ha hecho ebullición en mí el deseo de sentir deseo. Quiero tener tiempo, aparte de para jugar al Zelda como un auténtico adicto a pegar palos con tablas, para amar, para querer más y mejor a las personas a las que quiero. En Menos es más, la nueva oda al decrecimiento firmada por Jason Hickel (y que, a mi parecer, deja mucho que desear, nunca mejor dicho), el autor proclama que “debemos atender a si la gente considera que su vida tiene sentido: un estado más profundo que subyace al torbellino de emociones de la vida cotidiana. Si hablamos del sentido, las cosas que importan tienen todavía menos que ver con el PIB. La gente siente que su vida tiene sentido cuando tiene la oportunidad de practicar la compasión, colaborar con los demás, participar en una comunidad y establecer conexiones humanas. Estas cosas son lo que los psicólogos denominan ‘valores intrínsecos’. Estos valores no tienen nada que ver con indicadores externos como cuánto dinero tienes o cómo de grande es tu casa; son algo mucho más profundo”.
Creo que Hickel se equivoca en dos cosas. La primera es considerar que esos “indicadores externos” no guían las decisiones políticas de buena parte de nuestras sociedades: habría que discutir si les hacen felices “de verdad”, pero con que lo crean ya es suficiente. Lo segundo es defender que este profundo cambio en el orden moral tiene que venir de -como asegura más adelante- “someter el capitalismo a escrutinio, al examen de la razón”. No. La razón ni basta ni sirve. Si vamos a utilizar el amor como palanca contra la hegemonía de la acumulación y la explotación, si vamos a defender una vida que vendrá en la que podamos establecer más y mejores conexiones humanas, como acertadamente proclama, tendrá que ser como el amor siempre ha sido: desbocado, irracional, una bomba en el pecho que te deja temblando.
Lo único que me interesa del amor es lo que necesita tiempo. No para construirse, sino para disfrutarse, para vivirse con la máxima intensidad, sin que, como con el Zelda, el estímulo desquiciante te expulse de la experiencia. En la vida que vendrá tendré una buena sombra bajo la que se cobija una buena sobremesa donde reír hasta que me duela la barriga con mis amigos, sin mirar el reloj hasta que se nos haga de noche, una noche corta, como las de verano. En la vida que vendrá será habitual tumbarme en la cama con mi pareja a la hora de la siesta y que se nos vaya la tarde besándonos, contándonos anécdotas un poco vergonzosas de nuestros pasados, diciendo gilipolleces, apretándonos un poco sin que nos duela.
Un poco como aman los pobres, que recitaba Gata Cattana, pero no porque no quede otra, sino porque no nos interese nada más.
Muchos tenemos en la cabeza el mítico verano de Selectividad, el último sin grandes responsabilidades y uno de los primeros con relativa independencia, cumplidos o a punto de cumplir los 18 años. Uno de los mejores días de mi vida sucedió en aquel estío, en el que me enamoré del que fue mi primer gran amor. Estuvimos toda la tarde en la playa, celebrando supuestamente el cumpleaños de un amigo al que no hicimos ni caso, porque solo teníamos ojos para el otro. Luego fuimos a cenar al barrio. El campero no costaba más de cinco euros. Ni siquiera nos besamos aquel día, eso vendría más adelante. No hizo falta.
Para forjar los mejores recuerdos no hace falta ni siquiera pillarse un Ryanair. Lo que me empuja a una acción climática que rompa con la religión de la productividad no es “salvar el planeta”, ni siquiera salvarnos a nosotros mismos: es querer mejor. Es poder cuidar de tus padres mayores sin que el convenio lo impida, es jugar con tu hijo sin que te lo pida y sin que pienses que lo necesita, es que se te acelere el pulso, es decir tonterías con libertad y que te vuelvan loco, en el único sentido bueno de la expresión. Podríamos intentar ondearlo como bandera, ¿no? Por probar algo diferente, al menos.