Un coche no es solo un coche. Se me quedó clavado un apartado del último informe del IPCC, allá por 2021, en el que se advertía del complejo andamiaje de deseos que había que desmontar en torno al vehículo privado, mayoritariamente de combustión: se equivocaba, y se equivoca, todo el que piense que se trata de un simple cambio de hábitos de movilidad que caería por su propio peso. En absoluto. El coche es piedra angular ya no solo de la masculinidad, sino de una forma de vivir y entender la vida, las relaciones con los demás y las aspiraciones con las que construimos el camino en las sociedades del Norte global; desde una lógica extractivista y dañina que, como todas las de este tipo, necesita de un otro (los ciclistas, los peatones, el resto de conductores) para erigirse y afirmarse. Que sea horrible, sin embargo, no lo convierte en menos real. Llevamos décadas sin una respuesta a la altura del desafío, con las manos sobre los ojos, adictos a visiones maniqueas que impiden a la amplia familia ecosocial abandonar la irrrelevancia.
Imagino que al leer la relación entre el coche, el deseo y la identidad, la primera imagen que se forma en vuestra mente es la del típico machote a bordo de su deportivo o de su SUV: una ya clásica manera de mostrar al mundo su estatus, su poder, su capacidad y su independencia, el hombre que provee. Es su tema favorito de conversación, conoce la diferencia entre potencia y cilindrada y, por supuesto, dedica más tiempo a la limpieza de la carrocería que a la del baño de su hogar. No hace falta mucho más que esto y un buen chuletón supuestamente amenazado para construir una básica, pero políticamente efectiva, reacción antiprogre. Nada que no sepáis, ya conocemos al muchacho. Ojalá fuese tan fácil.
Yo no conozco la diferencia entre potencia y cilindrada, no he abierto jamás la Autobild y, desde luego, lo que más me interesa del coche privado de combustión es su abolición, pero yo también tuve coche. Lo tuve, de hecho, durante toda mi juventud, para mi gozo y el de mis amigues, y lo vendí hace un par de años. Fue una decisión racional: vivo en Madrid, en un barrio con buenas conexiones por transporte público, y las continuas averías del quejoso skancar ya no me salían a cuenta. Pero, como suele pasar, lo racional no quita lo doloroso, y fue una decisión difícil. Y aunque suene raro, aunque pueda parecer vergonzoso en ambientes como estos, lo echo de menos.
Para mí hay dos vertientes en la relación con el coche: la individual y la colectiva. La individual es fácil de entender: la conducción, pese a que necesita la coordinación perfecta y reglada entre miles de personas para ser mínimamente eficiente, es un proceso individual en el que la carrocería ayuda a construir la siempre peligrosa otredad: el otro conductor no solamente está siempre bajo sospecha -lo que, reconozcamos, tiene sentido, es mejor pasarse de pesimistas- sino que también es estúpido, torpe y merece todos nuestros malos deseos. Amparados bajo la impunidad que da el acelerador, giraremos en la próxima calle y así, evitando el conflicto real y sus consecuencias, podemos desgañitarnos.
Es, también, un ejercicio de escapismo. Buena parte de la obsesión con el coche pasa por ser un vehículo con el que darse a la fuga, con el que escapar ya no solo de la autoridad competente, también de las responsabilidades, de las obligaciones o de entornos opresivos. Como cantó Tracy Chapman por primera vez en el homenaje a Nelson Mandela y su largo camino hacia a la libertad:
You got a fast car,
is it fast enough so we can fly away?
El año pasado se emitía en televisión un anuncio muy explícito en el que un hombre -cómo no-, abrumado por el caos en el que se había convertido la celebración de un cumpleaños infantil, decide coger el coche y huir de la escena. Está también muy instalada en nuestras cabezas la fantasía del roadtrip, en el que también, en parte, huimos de una vida aburrida y con horarios para descubrir mundo, improvisar y vivir aventuras; miramos los reels del último pijo que condujo hasta Japón con cierta envidia, aspiramos todo el rato a escapar.
No voy a negar que todas ese batiburrillo de imágenes, fantasías y posibilidades giraban en mi cabeza a la hora de decidir vender mi coche. En parte, pagaba seguro, impuestos e ITV cada año solamente por tener la posibilidad de poner pies en polvorosa, aunque en realidad no necesitara huir de nada ni nadie. Pero para mí la experiencia al volante era y es, también, colectiva. Mis mejores recuerdos como conductor son con amigues, de vacaciones, compartiendo una playlist que, durante todo el año laboral, ha sido únicamente de consumo interno. Concibo la cultura como un acto puramente colectivo, no consumo ni música, ni cine, ni videojuegos si no es para compartirlo, para exprimirlo entre todas. Es discutir de lo divino y lo humano, forzados en parte por la ausencia de estímulos, encerrados entre el metal y las ruedas; pero también con la ilusión compartida del viaje, de estar cada vez más cerca del trayecto a la idea, de haber vivido grandes experiencias y comentarlas a la vuelta.
Me ha hecho feliz, también, poner mi coche al servicio del colectivo: llevar a los míos de vuelta a casa tras una noche intensa, poder proponer y ejecutar aventuras improvisadas. Me he dejado arrastrar, también, por todas las construcciones románticas de las relaciones conductor-pasajero, por la mano en la pierna en vez de en la caja de cambios, por el sexo de batalla en un descampado, por el te paso a recoger. Pero no son manías mías, es fruto de décadas de propaganda cultural del coche como elemento central y prioritario de nuestra identidad. Hay cientos, miles de películas que orbitan alrededor de las relaciones dentro de un coche, desde el descuido de Vincent Vega a los silencios de la coreana Drive my car.
Antes de Chapman ya cantaba Manolo Escobar aquello de mi carro es mío, y pese al casi fetichista escenario que plantea la canción de relación con su propiedad (me dicen que le quitaron / los clavos que relucían / creyendo que eran de oro / de limpios que los tenía), la rumba original de Alejandro Cintas, inspirada en las romerías de su pueblo jiennense natal, incluye un uso colectivo del transporte:
Mi carro lo lleno de verde tomillo
que sirve de cuna pa’tos mis chiquillos.
Mi carro lo lleno de verdes laureles
que sirve de cuna pa’mis churumbeles.
Mi carro no es solo mi carro y mi coche no es solo mi coche. Es todo esto. ¿Qué vamos a hacer con toda esta carga emocional, simbólica y profundamente política?
Por ahora, desde luego, estamos haciendo poco y mal. Ya ha sido abordada en otras cartas la torpe implantación del vehículo eléctrico, entre la incapacidad estatal para un despliegue rápido y eficaz de los puntos de carga y los recelos de buena parte del ecologismo, que todavía sigue esperando a que elementos tan estructurales se disuelvan a golpe de concienciación, magia y dos cucharadas de azúcar. También han sido abordadas aquí las urgentes necesidades del transporte público para llegar más lejos y más rápido, y a cuya desatención le crecen los enanos en forma de humo. Mientras tanto, un futbolista famoso y su hermano se matan en carretera y no hay una lectura política que se pregunte si tiene sentido un método de transporte que hace que un momento de desatención o una rueda pinchada en el peor momento sieguen en un instante dos vidas; se asume como una tragedia azarosa e inevitable. Se publica un estudio que afirma que la contaminación atmosférica generada por los vehículos de combustión está aumentando la prevalencia del cáncer de pulmón en no fumadores casi al nivel de los fumadores y es una noticia más entre el maremágnum de ecoansiedad en el que nos manejamos a diario.
Pero sobre todo me da rabia que parte de la discusión pública sobre lo ecosocial siga manejando una falsa dicotomía entre dos posturas que deberían ser profundamente complementarias. A un lado, la izquierda clásica disfruta poniendo a la clase trabajadora de las sociedades en las que operan como víctima y solamente víctima de la estructura: no tienen otro remedio que coger el coche, no los podéis señalar, no tienen otro remedio, el uso del vehículo privado les ha dado libertad, independencia y tiempo libre. Obviando que, por supuesto, una buena red de transporte público les daría más tiempo, más libertad, más salud, más calma y, por qué no decirlo, más dinero: son incapaces de imaginar otras condiciones materiales. Al otro lado, ciertos movimientos climáticos han tendido a señalar al conductor, con un análisis pobre o directamente inexistente de todos los vínculos emocionales que sostienen el uso del coche que, más o menos compartidos, existen, y generando en el peor de los casos reacciones que, si bien son injustas y miopes, se podrían haber evitado con sensibilidad y altura de miras.
No somos culpables. No hemos elegido vivir donde vivimos y el capital no se presenta a las elecciones. Sí somos, o podemos ser, responsables, consecuentes y palanca de cambio.
Echo de menos mi coche, sí. Me hago cargo; mis sentimientos no están por encima de las necesidades colectivas, y lo compenso celebrando y disfrutando las alegrías y el bienestar que me otorgan ciertos transportes colectivos. El paisaje de un tren cruzando el país, la melancolía de un autobús de vuelta un domingo por la tarde. También soy consciente de que buena parte de las ventajas que le otorgo a mi coche se disolverían si disfrutara de otras condiciones, que me permitieran, por ejemplo, disfrutar más a menudo de una tarde con amigues escuchando música y hablando de lo que nos pasa sin el trabajo del lunes o la notificación del móvil a la vuelta de la esquina, o no tener el impulso de escapar a otro lado quemando rueda porque tengo tiempo, tengo casa, tengo estabilidad, tengo calma, tengo red. El despliegue de alternativas ya no solo a nivel de movilidad, también a nivel de desarrollo vital y de protección social, es urgente; mientras se despliegan, la toma de decisiones políticas -a nivel institucional y también militante- debe tener en cuenta que todo esto siempre ha tenido que ver con la aspiración, el deseo y la identidad.
Qué interesantísima reflexión, Javi. Muchas gracias por compartirla con todos. Un abrazo enorme!!