La vida que vendrá #28: una nueva civilización
La palabra ‘civilización’ tiene dos acepciones principales. Una, más aséptica, hace referencia al conjunto de saberes, métodos de organización, ideologías, tecnologías y cultura de una población determinada en un tiempo determinado: la civilización mesopotámica, la civilización china. Otra, con toda la carga y el subtexto posible que puede soportar una simple palabra, en singular y sin adjetivos: la civilización. “Estadio de progreso material, social, cultural y político propio de las sociedades más avanzadas”. Lo que es progresar y lo que es avanzar, claro está, lo dictan ellos; si te sales de sus cánones, lo llamarán “política”. En nombre del civilizar a los bárbaros, a los salvajes, se han cometido los más variados crímenes; el genocidio en Gaza solo es el último.
La activista climática más famosa del mundo, Greta Thunberg, lleva años colocándose de manera sistemática en el lado correcto de la historia y muy por encima de sus detractores, muchos de ellos de parte de la izquierda política, que prefirió pasear sus complejos y prejuicios antes que entender qué estaba pasando y cómo se podían conformar mayorías desde y junto a la eclosión del movimiento climático entre 2018 y 2019. La joven sueca lleva semanas dedicada en cuerpo y alma a la causa palestina, acudiendo a cada convocatoria y utilizando su altavoz para denunciar la masacre que está llevando a cabo el ejército sionista. El giro -relativo, dado que Greta lleva años mojándose cuando había que mojarse y del lado de los que más lo necesitan, sin margen a las sospechas de capitalista verde- ha traído polémica. A los Verdes alemanes no les ha gustado, claro (quién se atreve a desentrañar lo que está pasando en la psique de la izquierda alemana, yo desde luego no). También ha vuelto una clásica crítica a la acción climática; para algunos desubicados, no hay que “politizar” la lucha contra el cambio climático.
En este artículo en El Salto, el profesor del Instituto de Estudios Políticos de París Joost de Moor defiende que la causa climática se vincula a la causa palestina en el sentido de que muchos de sus activistas “comprenden el cambio climático como un detonante más de injusticias globales más amplias, de modo que aislar la acción medioambiental de estas otras cuestiones sería como desfragmentar la lucha por la justicia”. Continúa: “Por ejemplo, los planes de compensación del carbono podrían desplazar a comunidades indígenas, mientras que la transición hacia una economía baja en carbono podría dar lugar a “zonas de sacrificio del capitalismo verde”. En mi opinión, no hace falta de ninguna manera señalar -aunque nunca esté de más- las posibles injusticias y efectos indeseados de las medidas contra el calentamiento global para defender que la acción climática es, ante todo y sobre todo, política. Es imposible mitigar el fenómeno sin política, porque la política ordena, prioriza, protege y compensa; porque no hay ninguna inercia actual o futura que pueda hacer lo suficiente; porque el mercado no nos salvará y porque la ciencia no es neutral.
La acción climática, por tanto, se vincula con la palestina en la ambición de proteger a les más desprotegides de manera esencial e irrenunciable. No hacen falta muchas más vueltas. Pero también creo que hay un vínculo entre las causas del desastre ecológico y del genocidio en Palestina, ambos de mano del colonialismo como uno de los rostros más crueles del capitalismo. Al margen de la historia concreta del conflicto, que muchos tachan de “complejo” para evitar las consecuencias de posicionarse, se trata de una manera muy concreta de estar en el mundo: erigiéndose como el único heredero legítimo, expoliando todos los recursos a su alcance y reproduciendo en cada nuevo escenario la acumulación originaria, que describió Marx, para posteriormente negar la condición de humanidad, de digna de derechos, a los desposeídos.
El doctor de Historia Contemporánea de la Universitat de València Jorge Ramos explica aquí que la cuestión palestino-israelí es, antes que un conflicto, antes que una guerra, un caso de colonialismo de manual: en concreto, de colonialismo de asentamiento, variante basada en el robo de la tierra. El latrocinio ha sido negado por décadas de propaganda sionista y hunde sus raíces mucho antes de la guerra de 1948; durante décadas, los colonos se hicieron con las tierras, excluyeron, expulsaron y discriminaron a la población árabe y el conflicto bélico desatado a mediados de siglo solo fue un empujón al objetivo inicial de limpieza étnica. La nakba continúa a día de hoy y vive uno de sus más terroríficos episodios.
En esto consiste la civilización. Sobre estos cimientos se ha levantado la llamada “única democracia de Oriente Medio”. Civilizar es ejercer la violencia y el expolio; la civilización es un ejercicio salvaje de expansionismo para mantener los privilegios de la minoría. La civilización como la entendemos no habría sido posible sin una quema descontrolada y sin sentido de combustibles fósiles para mantener el tren del norte a toda marcha mientras los equilibrios de la biosfera se derrumban. Ser activista climático en 2024 pasa por entender que el enemigo muestra varias caras pero es el mismo, y que no basta con pedir “voluntad de cambio”, hacer llamados a “escuchar a la ciencia” y pedir “responsabilidad”; forma parte de nuestra manera de entender la vida, de entender el progreso y nuestro lugar en el mundo, es él quien codifica nuestras ambiciones y nuestras visiones de futuro, nuestra manera de definir al propio y al ajeno, al de aquí y al de allí, el compañero y el sospechoso.
La vida que vendrá, por lo tanto, solo se podrá sostener con el florecimiento de una nueva civilización. Para mi horror, la expresión “una nueva civilización” ha sido cooptada por colapsistas que predican el derrumbe de la actual. No solo de los valores que la sostienen, en lo que podemos estar de acuerdo, sino en todas sus estructuras, llegando incluso a desear descensos demográficos, esto es, la muerte de amplias capas de la población como paso previo inevitable. Para mí, una nueva civilización puede edificarse sobre la antigua porque entre la miseria hay brotes verdes. Hay gente saliendo a la calle a protestar prácticamente todos los fines de semana porque la alternativa de quedarse en casa les resulta indeseable; hay chavales acampando en las universidades y logrando que, al menos, se quiebre el silencio generalizado.
Una nueva civilización es el objetivo final de la acción climática. Una sociedad que entienda el progreso como el respeto a los límites y que deja de mirarse a sí mismo para mirar a lo que le rodea, huyendo de un confort narcotizante en búsqueda de nuevos equilibrios. Nos acusan, también los supuestos aliados, de moralistas; sí, por supuesto, queremos una nueva moral. En la que no sea aceptable seguir habitando la zona de desinterés frente a un genocidio en curso y una catástrofe ecológica. En la que salga del sentido común la confusión entre derechos adquiridos y privilegios construidos sobre la miseria del Sur.
Y es, probablemente, el objetivo más difícil de conseguir. En primer lugar, porque las experiencias pasadas nos muestran que ni siquiera la fuerza de un Estado mastodóntico es capaz de doblegar ciertas costumbres, cierto ánimo: ¿consiguió la URSS erigir al nuevo hombre socialista, generoso, altruista y comprometido con el comunismo? En segundo lugar, porque no hay nadie menos dispuesto a cambiar cuando se le cuestionan sus valores más arraigados. Tampoco es excusa para dejar de hablar de Palestina o de la crisis climática. No valdrán atajos ni autoengaños. Estamos lejísimos. Pero no renunciemos a seguir hablando entre nosotres, a tejer alianzas, a intentarlo. Porque lo que está dispuesto a llevar a cabo la vieja civilización para mantener su trono mientras todo arde será peor de lo que podamos imaginar; el genocidio es solo una de sus herramientas.