La vida que vendrá #23: la diversión
Es evidente para los lectores de esta carta que me gusta explorar el eje de la diversión frente a lo aburrido y lo predecible, más allá del otro eje clave: la seguridad frente a la inseguridad. Esta semana se ha vuelto a llevar a la palestra con la intención de Yolanda Díaz de limitar el horario nocturno de los restaurantes y la salida en tromba de la derecha clamando por su derecho al gintonic y al baile de la mandíbula a horas intempestivas. El debate es un poco absurdo -la inmensa mayoría de restaurantes cierran cocina a las 11 y quien quiera alargar la velada de copas puede irse a otro local habilitado a tal efecto, donde le servirán trabajadores con un turno adaptado a ese servicio- pero, en fin, los hechos y la realidad hace años que pasaron a un segundo plano en polémicas como esta. Puente de plata para otra batalla cultural.
La izquierda la ha librado aludiendo a los derechos de los trabajadores, y está bien. Lo que me pregunto, one more time, es cómo contestamos a los que nos acusan de prohibidores, censuradores, grises, mustios:
¿Cómo nos vamos a divertir en la vida que vendrá?
Yo tengo varias ideas. No quiero solo sobrevivir al cambio climático, al colapso de las democracias liberales y a los impulsos de Vladimir Putin. No quiero, que no es poco en los tiempos que corren, simplemente estar tranquilo y tener mi existencia asegurada. Quiero divertirme, quiero pasármelo bien.
Por deformación militante, lo primero que pienso es en un tren. Un tren largo, lento y barato, con muchas ventanas y cafetería. Que se recueste en mi hombro una persona a la que quiero, comentar el paisaje y el tiempo, yendo a un destino lejano al que no tenemos prisa en llegar porque no tenemos que volver a trabajar en un tiempo razonable. Nos bajamos, damos un paseo, comemos algo rico, volvemos a subir.
También pienso mucho en ocupar el espacio público, fuera del ruido de los coches. Un parque, una plaza, compartir la comida y la bebida, una sobremesa larga sin que tenga necesariamente que haber mesa, que esté en una terraza ridícula al lado de una autopista por cinco euros la consumición. Que no solo sea una cuestión de ingerir y hablar, como si eso fuera lo único a lo que dan ya nuestros cuerpos cansados: recuperar el juego, y que nadie se tenga que ir porque necesita horas de silencio para volver a reincorporarse con un mínimo de funcionalidad a la jornada laboral.
Me gustaría también divertirme en el trabajo. Que la jerarquía y la productividad no me aplasten. Bromear con mis compañeres sin miedo a miradas inquisidoras. Esforzarme, claro, pero con la alegría de ser útil, de contribuir a un servicio al común, de no tener que ganarme la vida, de no estar engordando la cuenta corriente de un sátrapa. Marcharme a casa satisfecho, no exprimido. Cuidar el proceso, cuidar a los que lo hacen junto a mí.
Quiero pasear por el monte, ver árboles en flor, poner a prueba mi cuerpo, otear desde la altura, contemplar animales salvajes y no escuchar ni un solo tiro de un cazador.
Quiero escuchar música en directo, saltar, gritar y abrazar enfervorizado a mis amigues, y no perderme la última canción porque me esperan tres horas de deshidratación intentando salir de una ratonera diseñada por un empresario sociópata que paga treinta y tres céntimos la hora a los que me ponen la cerveza.
No quiero ser un asceta. Quiero seguir disfrutando de la tecnología. No hacen falta mastodónticas publicaciones de videojuegos cada tres semanas, inmensos, con la textura hiperrealista de cada piedra, edificados sobre el neoesclavismo de diseñadores, programadores y artistas. Necesitaría dos vidas y tres revoluciones para jugar a todo lo publicado ya que quiero jugar. La carrera gráfica ya no da más de sí, la impunidad de los jefes de grandes desarrolladoras que sesgan el seguro médico de 300 empleades pero lo “lamentan profundamente” en sus cartas de despido tampoco.
No veo necesario renunciar a tener una ventana abierta en mi bolsillo a la creatividad de otras personas, a las opiniones políticas de gente diversa con un mínimo respeto por los derechos humanos y la justicia social, en redes sociales descentralizadas, públicas y que limiten la desinformación y los discursos de odio, con dispositivos que dejen de construirse con materiales obtenidos mediante el extractivismo colonial y el esclavismo.
Me gustaría disfrutar de la cocina, vegana y con alimentos de proximidad, porque no entra en conflicto con el resto de la lista de tareas infinitas, la mayoría impuestas. No tener que hacer un cálculo de inversión y beneficio cada vez que cojo una sartén. Compartir el resultado, compartir el proceso, sentir -y no solo constatar- que los alimentos me sientan bien. Abandonar el subidón y reemplazarlo por el placer.
Quiero seguir militando, porque, sabe Dios, seguirá habiendo tanto por hacer. Que las asambleas de entre semana no sean un sacrificio doloroso, que la amabilidad sea irrenunciable y que podamos discutir las diferencias sin enrocarnos en la tradición, la identidad y los prejuicios. Que me inunde el enfado sin que me ahogue la impotencia; y que no se me tache de cursi traidor por pasarlo bien en una manifestación, porque nos pusimos serios -y fuimos eficaces- cuando hubo que serlo.
Quiero leer teniendo espacio no solo para leer, sino para acunar las emociones que me genera. Quiero ejercitarme sin sacrificar la limpieza del cuarto, quiero bailar por bailar y meterme corriendo en el mar. Quiero ir a desgañitarme al campo donde se juegue un fútbol diferente. Quiero pasármelo bien sin tener la sensación de que estoy huyendo.
Va a haber mucho con lo que divertirse en la vida que vendrá.
A esta lista, exhaustiva pero no completa, se le pueden añadir varios peros, lo entiendo:
Lo primero. Joder, vaya privilegio. ¡Hay tanto sufrimiento en el mundo y tú pensando en no dar un palo al agua! Puede ser. El remordimiento me ha bloqueado en esta newsletter hasta el sábado por la tarde, no os voy a engañar; pero esto lo quiero para todo el mundo, no solo para mí. Quiero que se garanticen las condiciones esenciales para la vida, un caldo primigenio del bienestar, sin el que casi ninguna de estas diversiones es posible; y quiero un disfrute que no se base, por defecto, en desarrollarse por encima y no junto a las demás. Contaminar como un desquiciado, golpear la barra para que el camarero te sirva más alcohol, asesinar animales, gastar en champán el saldo resultante de ser un parásito y convertir ciudades en parques de atracciones a 20 euros la noche de Airbnb no entra en la lista. Ellos solo entienden la diversión desde la agresión y, en el mejor de los casos, desde la evasión; nosotres desde la empatía y la conexión. “Os sentís moralmente superiores”, gritan. Bueno, sí.
Lo segundo. ¿Dónde está la responsabilidad, el sacrificio, el esfuerzo? ¡No se puede tener todo, solo quieres pasártelo bien! Bueno, quiero que la responsabilidad no se invierta en seguir abonando dinámicas que no van a ninguna parte; centrarla en cuidar a la gente a la que quiero, ser amable, no hacerles daño, compartir las cargas, echarles una mano, consolarles y acogerles, educar a les pequeñes y acompañar a les mayores, eliminar los aprendizajes dañinos basados en el privilegio que mantengo por mi posición social y por mi género, en lo que hay mucho por hacer. No va a ser todo disfrutar. Lo que no voy a hacer es esforzarme en lo que los que me aplastan quieren que me esfuerce. No, la vida no es así.
Lo tercero, wow, menudo santurrón, menudo hippie. Lo que propones se parece más a una secta de comeflores que a divertirse de verdad; y aquí les doy un poco la razón. No quiero ser perfecto, que mis actos no tengan ningún tipo de impacto, seguir todo el rato el manual del ecologista perfecto. Va también de eso; de poder equivocarse, de poder perder el control, pero tejiendo y extendiendo redes para que nos lo podamos permitir. No me apetece renunciar al exceso; lo que es injusto e insano es que el exceso sea la norma. Quiero coger toda esta newsletter, tirarla a la basura y por la mañana, resacoso y culpable, recuperarla sin que pase nada, sin que nadie tenga que pagar los platos rotos, sin abandonar.
También porque para llegar hasta aquí va a haber unas cuantas normas que vamos a tener que incumplir.
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PD1: He decidido pasar al lenguaje inclusivo. Hasta ahora no lo utilizaba por una mezcla de pereza y privilegio, pero basta que lo prohíba Milei para que me hayan entrado ganas; también funciona al revés.
PD2: Organizamos este sábado un eventazo sobre movilidad sostenible desde Contra el Diluvio. Será en Madrid, es gratis y habrá comida vegana también gratis. Os apuntáis aquí.