La vida que vendrá #21: no quiero ganarme la vida, sino vivir
La semana pasada saltó la noticia de que París, en un referéndum con muy baja participación, había decidido triplicar los impuestos de los SUVs que aparcaran en el centro de la ciudad. Hay muchos peros, más allá de que pueda considerarse una victoria el resultado de una consulta en el que apenas participó el 6% del electorado; los parisinos que viven en esas zonas no se verán afectados, sí los que vengan de la periferia -sin derecho a voto-. Aun así, teniendo en cuenta el espacio que ocupan estos coches, lo que contaminan -pese a que muchos son híbridos, el enorme peso que tienen los hace emitir más polución que pequeños utilitarios de gasolina o diésel- y lo peligrosos que son, es sin duda una buena noticia que nos señala el camino.
Lo que pasa es el camino está lleno de piedras y no van a desaparecer arrastrando los pies.
Esto es una medida de fiscalidad verde, resumida bajo el mantra de “quien contamina, paga”. España está por debajo de la media europea en este tipo de tributos, que representan el 5% de los ingresos impositivos totales (frente al 5,8% de la UE). Las últimas intentonas del Gobierno para acercarse a la normalidad comunitaria, equiparando las tasas de la gasolina y el diésel -por ejemplo- o imponiendo peajes en las carreteras para que las paguen quienes las usan y no todos los demás, se han dado de bruces no solo con un nivel no desdeñable de rechazo ciudadano, sino también con el boicot del PNV, socio parlamentario y socio político de Repsol y Cepsa.
Hemos tratado en otras cartas la necesidad urgente de que las clases bajas y medias perciban la agenda de la transición ecológica como beneficiosa para sus intereses, tanto a corto como a medio y largo plazo. Eso no se consigue agitando papers de subida de temperaturas, una estrategia comunicativa y política que no ha funcionado nunca pero que, de manera absolutamente irracional, se sigue pensando que va a funcionar: la retórica del “pueblo que despierta”. Medidas de fiscalidad verde como la de París están condenadas a un desarrollo limitado o a su desaparición con un cambio de Gobierno si no se acompañan de medidas ya no de compensación, sino de seguridad a los que emiten menos, que suelen ser los sectores más empobrecidos. En este contexto, la renta climática es una idea útil, bastante teorizada, pocas veces llevada a la práctica y que nos permitiría, por una vez, cambiar las reglas del juego: que lo recaudado por los impuestos verdes se inyecte directamente en la cartera de los sectores más afectados por la transición.
La propuesta fue aterrizada en España por Más Madrid, que le puso cifras: una subida del impuesto de hidrocarburos permitiría otorgar a cada español 100 euros al año. Existían dudas, eso sí, sobre si la ayuda tendría que tener un carácter finalista o no: es decir, sobre si existiría la obligación de gastar el dinero en reducir la huella de carbono de cada ciudadano -invirtiendo en placas solares, comprándose una bici eléctrica o cambiando la caldera, por ejemplo- o si el destino de la cuantía recibida sería libre. Lo que sí está claro es que, pese a lo que pueda parecer, se trata de una medida progresiva; las familias de menos ingresos son las que se benefician del sistema y las que más tienen son las que pierden, dado que, aunque recibirían igual esos 100 euros, pagarían mucho más de 100 euros al año en impuestos verdes.
En Canadá, por ejemplo, el 90% de lo recaudado por la tasa de CO2 se ingresa directamente a cada ciudadano, que puede gastarlo en lo que quiera. Hay medidas de corrección dirigidas a profesionales como los camioneros y a los habitantes de las zonas rurales, que tienen que utilizar más el coche aunque no quieran. En cualquier caso, pese que hay diferencias y dudas, se trata de una política bastante popular. Aquí tendríamos menos margen, puesto que en la UE ya está vigente el sistema ETS, que grava cada tonelada de dióxido de carbono de las big polluters (centrales eléctricas, cementeras, etcétera); pero, desde luego, tenemos margen y muchos más límites ideológicos que técnicos a la hora de cambiar nuestro sistema fiscal.
No es una medida perfecta, claro. En Suiza, la renta climática se reparte a través de descuentos en el seguro de salud privado -y obligatorio-. Dejando de lado la distopía de un seguro de salud obligatorio para garantizar el derecho a la atención médica, un estudio del Citizen’s Climate Lobby (uno de los think tanks que más presiona para implementar una medida similar en Estados Unidos) mostró que solo el 12% de los suizos sabían cómo se les estaba aplicando ese descuento con precisión. En Canadá, la mayoría creía que lo que recibían era insuficiente para compensar todo lo que se estaban dejando en impuestos climáticos, cuando la realidad era la contraria. No es solo falta de educación, como apunta el lobby: la clase media se sustenta sobre las creencias de que todo lo conseguido es fruto únicamente de su esfuerzo, que paga demasiado y que es la gran víctima de todos los contubernios destinados a minar su posición.
Es evidente que una medida como la renta climática debería ir acompañada de una gran campaña de comunicación, pero la apuesta, todo al rojo, por la comunicación y la educación como sacrosantos garantes de la democracia es un dogma liberal que aquí no se comparte. Ya se puede explicar mucho y bien que habrá quien se oponga pese a que su vida vaya a mejorar con la implantación, porque el éxito de las políticas neoliberales está en su popularidad entre quienes no se benefician de ellas.
En una entrevista para Climática, la economista Iona Marinescu explica que aunque una renta universal cuente con el apoyo de la derecha y la izquierda parlamentaria, siempre va a haber discrepancias: “La derecha tiende a querer cantidades más pequeñas y que se eliminen otras ayudas, lo cual puede generar grandes desacuerdos, porque la gente de izquierdas puede pensar que la renta básica es la fórmula adoptada por los conservadores para debilitar el estado del bienestar”. En Estados Unidos, mismamente, directivos de grandes empresas emisoras se han mostrado a favor de las tasas al carbono porque sienten que eso les dará margen para no cambiar su producción contaminante.
Por otro lado, no creo que tenga sentido que la renta climática tenga carácter finalista cuando amplias capas de población no tienen garantizado abordar un gasto imprevisto, varias comidas al día o una nutrición adecuada para sus hijos. Se pueden abordar los también llamados dividendos de carbono para que la clase baja se descarbonice o se pueden abordar para que la clase baja sienta que la agenda climática está de su parte, vuelva a confiar en los mecanismos de redistribución y vuelva a sentir el Estado como propio, desvinculándose de los intereses de la clase alta. A largo plazo, la segunda opción es la ganadora.
Una renta climática, o básica, suficiente para abordar los gastos esenciales, de carácter universal e ingresada directamente, sin pasar por trámites burocráticos, ni desincentiva el esfuerzo, ni genera paro, ni desciende los salarios, como se han encargado ya de repetir sin evidencia los economistas liberales y su religión magufa. Una renta universal aporta seguridad, el gran concepto a disputar en los próximos años; frente a la falsa seguridad de que todo va a seguir como siempre, que el nivel de expolio sobre el que se construyen las sociedades occidentales es mantenible de manera eterna y que las disidencias sexuales y de género van a seguir calladitas, la seguridad de que puedes negociar con tu jefe sin tanto miedo, que vas a poder comer y tener un techo pase lo que pase y tomes las decisiones que tomes, porque tienes derecho a una vida digna independientemente de tu capital social, la posición de tu familia o que seas, dicho mal y pronto, un imbécil.
Imaginémoslo por un momento. Repasemos, con calma, las decisiones no libres que hemos tomado en los últimos meses y años. La decisión de desvincularte sibilinamente de la iniciativa sindical de tu curro, la decisión de no dedicarte a lo que realmente te gusta porque las facturas no se pagan solas, la decisión de no militar y no disfrutar de espacios que te apetece compartir. Cómo cambiaría nuestra vida si no hubiera que ganársela, cuántas posibilidades de goce se abren. Yo no quiero renunciar a eso.
La vida que vendrá traerá seguridad. Traerá calma y traerá estabilidad. Pero esto no tiene que ser sinónimo de aburrimiento. La presidenta de la Comunidad de Madrid, Isabel Díaz Ayuso, y su equipo de asesores reaccionarios ya se ha dado cuenta de que probablemente aquí esté el eje que defina las próximas décadas, ante un mundo que se agita; y si bien defiende la seguridad de hacer todo lo que está en su mano para mantener los privilegios de los de arriba, con la otra mano ondea la bandera del riesgo, de la emoción y de la incertidumbre como causas vitae. "Una gran mayoría de españoles quiere vivir con ganas, sintiendo que la vida es una aventura, es riesgo, es azar, y que no se puede politizar en manos de cuatro resentidos".
Una red de seguridad no desincentiva el riesgo, la aventura, el jugar y el jugársela. Al contrario. Sin ella, solo los que pueden pagar una red saltan al vacío; y los que no se la pueden pagar, corren el riesgo de estrellarse animados, en una dinámica perversa, por los primeros. No me gusta la uniformidad ni las vidas predecibles que han sido caricaturizadas por los capitalismos sobre los proyectos socialistas pero que, en determinados momentos históricos y determinadas sociedades de este tipo, han tenido su parte de verdad. La garantía de una vida digna no debe generar conformismo y tonos grisáceos sino, precisamente, la promoción del desarrollo -vital, social, personal, político, incluso económico- sin el lastre del miedo. Quien se quiera esforzar, quien quiera apostar, que apueste; quien no, que descanse y viva una vida plácida con sus necesidades aseguradas; esa es la verdadera libertad en la que creo.
Volviendo a la renta climática: es evidente que no soy optimista, no solo por las dificultades que está encontrando el Gobierno a la hora de marcar agenda propia y sus debilidades parlamentarias, sino por las dificultades que parece tener a la hora de que sus propias medidas sean realmente efectivas. ¡Estamos aquí pidiendo una renta climática y ni siquiera son capaces de que el bono social eléctrico o el Ingreso Mínimo Vital se automaticen, que podamos pagar una casa decente o, yéndonos a aspiraciones clasemedianas, que las subvenciones al coche eléctrico funcionen mínimamente! Pero en fin, zapatero a tus zapatos: nuestra obligación es recordar que se debe hacer, que se puede hacer y que la Historia no absolverá a los que intentaron aplicar las mismas recetas fallidas a una crisis sistémica.