La vida que vendrá #14: bajo los adoquines, el río
El origen de la muy española villa de Madrid es musulmán. Hay incertidumbre en torno a la etimología, pero lo más aceptado es que el nombre original, Magrit, es un híbrido entre la palabra árabe Magra (cauce o curso de agua) y el sufijo romance -it, que indica abundancia. El poblado, que empezaría a acumular importancia y poder por su designación como capital y no al revés, era conocido y celebrado por los múltiples arroyos, más allá del Manzanares, que lo cruzaban. Un total de quince. Hoy en día no queda a la vista ni uno.
En el arroyo de San Pedro, en lo que es actualmente la calle de Segovia, está documentada la existencia de varios baños árabes. El arroyo Abroñigal, que marcaba la frontera de la ciudad por el lado este, se soterró para construir la M-30. El Paseo de la Castellana recibe su nombre del arroyo que circulaba por allí, que fue soterrado en el siglo XIX. El agua sigue fluyendo, aunque bajo el asfalto, y junto al de los cauces de agua también subterráneos de las Pascualas y de Oropesa (que alimenta la fuente de Cibeles), sirven de sistema de protección del oro del Banco de España, que cuenta con un foso que se inunda con el agua de Madrid si intentan acceder a la cámara más valiosa.
Hay varias metáforas y simbolismos aquí. Me llama la atención, en primer lugar, que el agua de Madrid, ese meme, fuera literalmente uno de los motivos para establecer el poblado musulmán que siglos después se convertiría en capital de un imperio: las marismas generaban un barro de máxima calidad para hacer ollas, un gran aliciente más allá de su situación geográfica -los musulmanes valoraban el enclave para poder, desde un mismo punto, vigilar los pasos de Guadarrama ante las razzias cristianas a la vez que se echaba un ojo desde arriba a Toledo-. Pero yendo a lo que nos ocupa, me reafirma en la identidad de Madrid como una ciudad que se esfuerza muchísimo en levantarse de espaldas a la naturaleza.
Desde el plano energético, la electricidad que alimenta la ciudad no se genera prácticamente nunca dentro de su término municipal, lo que le permite disfrutar del producto sin sufrir las consecuencias del proceso primario: contaminación de centrales de carbón, residuos nucleares u ocupación del territorio, en el caso de las renovables. Cuando llueve fuerte, algo que se repite con cada vez más frecuencia y con mayor intensidad, el agua tiende a buscar sus recorridos naturales y no entiende de soterramientos, lo que sumado a la dudosa gestión del alcantarillado inunda el municipio y provoca innumerables problemas. La cercanía de la sierra y la lejanía del mar impiden que se disipen durantes días las grandes bolsas de polución cuya emisión se ha limitado, siendo extraordinariamente generosos, de manera discreta, disparando las muertes prematuras y los casos de asma entre la población vulnerable.
Madrid, símbolo del progreso cañí, del neoliberalismo trumpista de nuevo cuño y de desigualdad geográfica, urbanística y social, se edificó sobre arroyos mezclados ahora con las antiguas vías de agua que utilizaban los musulmanes y sobre toneladas y toneladas de cascotes y basura producto de la rápida expansión de la ciudad durante el siglo XX. Algunos proyectos políticos se han planteado volver atrás y desoterrar algunos de estos cauces: el PSOE, por ejemplo, propuso eliminar parte del trazado de la M-30, recuperar el arroyo Abroñigal, desviar el tráfico a la M-40 y tirar el scalextric de Puente de Vallecas que sirve de horrible frontera urbana entre ricos y pobres. Los expertos de este artículo se oponen a acabar o a soterrar la M-30 en este tramo por dos motivos: primero, por que dónde vas a meter tantísimo coche y tanto tráfico, por favor, hay que ser realista. Y en segundo lugar, porque las capas y capas de escombros mezclados con el agua de los arroyos subterráneos hacen muy difícil y muy costosa la excavación.
El enfoque y la opinión de los ingenieros consultados por el periodista muestran a la perfección que, bajo la ideología hegemónica que la izquierda tantas veces se esfuerza en replicar, lo que no es posible bajo los estándares actuales no es posible de ninguna manera. La cantidad de coches que ahora circula por la M-30, así, pasa a ser un hecho natural, inmodificable, inmutable, sobre el que no se puede actuar; ni siquiera desviar, disgregar o reducir. Ignoran una vez más el concepto tantas veces esquivado por los sinvergüenzas que han ocupado carteras de Urbanismo durante los últimos 50 años de historia del país: la demanda inducida. En 1974, cuando se inauguró la parte este de esta autopista urbana, el periodista Muñoz Gras celebraba en El Alcázar “estas amplias vías de circulación que tanto se han hecho esperar y que tanto beneficio han de reportar al sur de Madrid y a la capital entera en estos momentos, donde el tráfico rodado supone todo un problema para la normal actividad de nuestra macrociudad".
Ante un exceso de coches, la solución nunca es abrir más carreteras: los embotellamientos se alivian durante un corto periodo de tiempo, pero enseguida la vía atrae a más conductores porque conducir por ahí se convierte en una práctica más rápida y más agradable. Hay múltiples ejemplos de este fenómeno en todo el mundo. Desde 1960 a 1968 el parque automovilístico español pasó de 300.000 a dos millones de vehículos y ya se consideró una cifra digna de abrir grandes avenidas; ahora rozamos los 33 millones.
A corto plazo, la demanda inducida también funciona al revés: cuando se complica la circulación por determinados tramos, reduciendo carriles y/o posibilidades, se generan embotellamientos que pueden disiparse con un refuerzo del transporte público porque empieza a merecer la pena coger el bus, el metro o el tren, teniendo como resultado último la disminución del tráfico rodado. Es en lo que se basaba, además del desvío a la M-40, el proyecto del PSOE -con un respaldo pésimo en las urnas-, que también planteaba la peatonalización parcial de varios ejes en torno al Paseo del Prado. Poniendo las luces largas, las urgencias de nuestro tiempo exigen tener el derecho, al menos, a imaginar un Madrid con muchísimos menos coches, en el que la M-30 sea un ejemplo de infraestructura fósil obsoleta.
La eliminación o el soterramiento de arroyos y ríos fue la norma en el desarrollismo franquista y una mala idea en general; al contrario, la recuperación de estos cauces de agua en los entornos urbanos ha demostrado con creces sus beneficios. En Galicia, las inundaciones de 2016 mostraron que construir edificios, polígonos industriales y muros de hormigón insalvables en los tramos por los que antes circulaba el agua tenía consecuencias porque a la lluvia le dan un poco igual tus necesidades en lo que respecta a la ocupación del terreno. En València, la catastrófica crecida del Turia del 1957 llevó a los responsables franquistas del momento a la conclusión de que la mejor opción era desviar el cauce del río por completo, alejándolo de la urbe. El cauce antiguo estuvo a punto de convertirse en un “eje de comunicaciones” (más autopistas), pero la movilización vecinal alumbró el parque urbano más visitado de España, los jardines del Turia.
El río Besós, en el área metropolitana de Barcelona, se convirtió en un estercolero fruto de la expansión urbanística para alojar a los miles de trabajadores que acudían a alimentar la industria catalana. A principios de siglo XXI se inició un proyecto de renaturalización y recuperación del ecosistema que se fraguó en el actual parque fluvial del Besós. Un estudio de ISGlobal muestra que se evita el gasto de 23 millones de euros al año en salud pública fruto del ejercicio que se practica en la ribera y de la mejora del bienestar y de la salud mental de los vecinos del río, un efecto ampliamente demostrado por la literatura científica: vivir cerca del agua nos hace más felices.
Volviendo a Madrid (lo siento, de veras), ya nadie imagina dar pasos atrás en la renaturalización del Manzanares, que abrió las compuertas para que volviera a circular el agua y germinar la vida; y mucho menos volver al estado anterior, en el que la M-30 discurría al lado del río. La recuperación de la naturaleza en los espacios urbanos ha demostrado una eficacia espectacular y difícilmente negable hasta para los reaccionarios, pero para que pase de simple mejora de la ciudad a herramienta de transformación es imperativo liberarse de las cadenas del realismo mal entendido. En la vida que vendrá no hará falta desviar el tráfico a la hora de sacar de nuevo un río a la superficie porque habrá menos tráfico; ante un realismo absurdo, que cree que cada ciudadano tiene derecho a moverse en un armazón de cientos de kilos de metal que pasa el 90% de su vida útil parado, aquí reivindicamos el realismo de una organización de la vida lógica, sobre el precepto de crecer junto a otros, en vez de a costa de. Con ríos no solo para alegrarnos la vista, también para jugar, descansar y mojarnos los pies.
“Nos suelen contar que el urbanismo medieval es caótico, frente al planificado de la Antigüedad”, cuenta en este hilo de Twitter Guerra en la Universidad. Las ciudades de Al-Ándalus, como Magrit, también contaban con grandes avenidas, más allá de la imagen de las calles estrechas y el zoco abarrotado que ha pervivido; y gracias a un excelente reparto y distribución de los recursos hídricos, buena parte de la vida pública se organizaba en torno al agua. No me gustan las idealizaciones del pasado en las que cae a menudo el ecologismo, pero sí creo en volver la mirada hacia las fuentes de vida, en vez de esconderlas; recursos finitos y cada vez más escasos en absoluto, pero que serán más abundantes para la mayoría, porque serán de todos.