La vida que vendrá #12: ¡a la olla!
Cuando aún no formaba parte de Contra el diluvio entrevisté a dos de sus integrantes para el periódico, en una sección destinada a pensar en futuros mejores. Les pregunté, ya para terminar el encuentro, cómo se imaginarían un día en el verano de 2050 más utópico que fuesen capaces de imaginar. José, que es una de las personas más listas que he tenido la ocasión de conocer en la movida climática -y en general-, me habló de una estupenda jornada en la que, aparte de dedicarse a tareas de edición de libros fuera de la vorágine productivista habitual, iría a almorzar a un comedor público. Al principio me sonó extraño, pero enseguida me fui mentalmente a los ratos de comer en los campamentos scouts de los que disfruté tantos años, primero como educando y luego como educador. Eran, claramente, los mejores momentos del día. Hay algo profundamente hermoso en cocinar para otros y en compartir la comida (salvo cuando se utiliza para justificar la esclavitud femenina en la cocina del hogar). En la sobremesa descansábamos y nos encontrábamos.
Siempre volvía triste de los campamentos y me costaba incorporarme al ritmo habitual, porque por qué la vida no podía ser un poco como la de los campamentos. Y vuelta a comer solo y, habitualmente, regular. Quizá es porque estamos lejos, quizá es por sus implicaciones, pero se habla muy poco de los comedores públicos como una posible herramienta climática y, por consiguiente, política. Me sorprendió para bien escuchárselo hace unos meses a la feminista marxista Silvia Federici a su paso por Vallecas: “Cocinas colectivas donde cada día cocina una persona y cada día se alimentan miles”, imaginó. “Cocinando juntas, tantas cosas pasan… vas a conocer a otras personas, compartir tus conocimientos y reflexiones sobre lo que pasa en el barrio y, así, fomentar la creación de una nueva colectividad”.
Comer no es solo comer, cocinar no es solo cocinar y el clima no es solo el clima. Los comedores públicos fueron una apuesta de las potencias comunistas del siglo pasado para optimizar la producción, fomentar la colectividad y, como explicamos en las newsletters del final de la pasada temporada, sacar del hogar el trabajo no remunerado de las mujeres, gracias al impulso de feministas como Aleksandra Kolontái en la Unión Soviética. Las imágenes de decenas de familias en un mismo espacio, compartiendo el almuerzo y el rato distendido posterior, fueron de las más reconocibles y llamativas de los Estados comunistas, y sorprendían a los visitantes occidentales que organizaban y organizan su sociedad en torno a la familia nuclear.
En los años que precedieron a la caída del Muro el comedor comunitario se borró de la utopía que dibujaba Tomás Moro, que imaginaba grandes banquetes compartidos a cargo, eso sí, de mujeres y esclavos, y pasó a ser sinónimo de beneficencia, de caridad y de último recurso, bajo el apelativo de “comedor social”. Bajo el nombre de “olla comunitaria” u “olla común”, mujeres en Perú, en Chile bajo la dictadura de Pinochet y su insoportable desigualdad social y en Argentina durante los peores años de sus crisis económicas, se organizaron para poner un plato caliente en la mesa en los barrios más desfavorecidos y garantizar, así, la supervivencia. Muchas de esas iniciativas perviven, bajo el lema de “solo el pueblo salva al pueblo”.
Aun así, en esas difíciles circunstancias, la olla comunitaria fue una palanca para el cambio social. Cuando los asiduos a los comedores en Chile durante los 80 se dieron cuenta de que “la solución puntual de su problema inicial no es suficiente, comienzan a plantearse otros objetivos, como por ejemplo derrocar la dictadura”, cuenta el sociólogo Eugenio Tironi. Y comer juntos es una estupenda manera para organizarse juntos y luchar juntos.
Así, el principal motivo para que los comedores públicos sean un elemento principal de la vida que vendrá son su capacidad para organizarse a nivel de barrio y empezar a aplicar los profundos cambios que se necesitan para un abordaje razonable de la crisis climática. Es probable que, con la configuración actual del mercado laboral, sea muy difícil implantar comedores públicos en cada rincón, por no mencionar todo tipo de obstáculos; será necesario, como para cada acción ambiciosa, trabajar menos y dedicar un tiempo determinado al mes a cocinar para tus vecinos a cambio de comidas y cenas en compañía el resto del tiempo, sin preocuparse por llenar la nevera, con calma y sin soledad.
Me apetece ese escenario. Los comedores públicos serán, así, la punta de lanza del cambio radical que debemos abordar en nuestra relación con la comida. Generalmente, la transición a dietas basadas en vegetales se aborda desde la óptica individual: un esfuerzo que debe realizar cada uno, generalmente acompañado de -necesarios- estándares morales. Pasar al común el momento habitualmente individual de la comida puede introducir criterios de eficiencia en la procedencia de los alimentos. Imagino un comedor comunitario en el que, por su propio peso, terminará apeteciendo más utilizar las hortalizas del huerto urbano que comprar carne o cara o mala. Imagino una cocina compartida en simbiosis con supermercados cooperativos, con productos lo más sostenibles posible y que dejen de externalizar el enorme coste ambiental y en vidas de determinados procesos. Donde tengamos otra relación con la comida, no solo a la hora del consumo, también en la preparación.
Por otro lado, las cifras de las que habitualmente nos abstraemos urgen un viraje en nuestro sistema alimentario. No solo por el profundo coste del desperdicio alimentario o del impacto ambiental del imperio del regadío en el sureste español o de las macrogranjas. El 30% de la población mundial sufre de inseguridad alimentaria. En España, más de seis millones de personas lo pasan mal para llevar tres platos al día a la mesa. Un 30% de los niños españoles están en riesgo de pobreza, a un golpe de mala suerte de dejar de alimentarse bien. Los problemas de salud relacionados con una alimentación deficiente, ya sea por escasa o por pésima calidad industrial, se ceban con las rentas bajas. Y los que mejor lo tienen cada vez comen más solos, enchufados a un vídeo de YouTube o de pie porque no tienen tiempo, tranquilidad o energías para nada más.
Los cambios que necesitamos son cuestión de decencia, claro. Pero lo queremos para todos y no solo para los que lo necesitan. En la vida que vendrá ir a un comedor comunitario será un motivo de alegría, de orgullo y de relax. Estableceremos nuevos lazos con nuestros iguales y se tejerán redes de apoyo que nos sirvan no solo para tener la tripa llena. Y parece secundario, pero cada vez lo es menos: serán lugares a la sombra, bien acondicionados climáticamente, para poder descansar también del sol que pega con cada vez más fuerza de mayo a octubre.
En Anarres, el planeta utópico de Los Desposeídos, los comedores comunitarios son también un elemento de supervivencia ante la carencia de recursos de la luna en la que los revolucionarios prefirieron vivir antes que soportar el yugo de sus opresores. Me dio un poco de rabia que, de manera un poco forzada, Ursula K. Le Guin tuviera que meter el elemento de la sequía para (en mi opinión) abrir una puerta a establecer falsas equidistancias entre ambos modelos. Quiero comedores públicos no solo porque nos hagan falta, sino porque vivimos una vida mejor en ellos. Para ello, el cambio cultural a afrontar es enorme, claro. Hasta en el refranero hispano, que celebra la olla como elemento central de nuestra gastronomía y nuestras familias, el caldero tiene que llevar carne para que no sea triste: “Olla sin tocino y mesa sin vino no valen un comino”. “Amor no se echa en la olla, sino carne y cebolla”. Me quedo con una interjección futbolística, perdónenme, que es sinónimo de ofensiva, un poco desesperada, pero ofensiva al fin y al cabo: “¡A la olla!”.