La vida que vendrá #29: tres espacios que reconquistar
Cuando hablamos de la conquista del espacio, se nos marcha el pensamiento a esos lugares comunes que necesitamos, con urgencia, que sean lugares comunes: la calle, la vivienda digna, los equipamientos públicos, el monte acotado y asediado por la caza, la noche -conquistar es, en definitiva, habitar sin miedo-. En esta carta me gustaría explorar otros espacios que podríamos hacer nuestros y que siempre, siempre, pensamos en ellos como ajenos, como hostiles, como para otros, y no tiene por qué. Espacios que podrán ser útiles ante las tensiones y los calentamientos del caos climático que se nos viene, con mayor o menor dureza. Y espacios que, por qué no decirlo, sienta bien recuperar; llámenlo justicia, llámenlo venganza.
Cuando pienso en la vida que vendrá pienso mucho en eso, y no me siento orgulloso, pero seguro que no soy el único: todo lo que ocupan ellos -con sus coches, sus humos, sus gritos, su violencia, sus opiniones- y lo pequeñitos que van a sentirse. Probablemente esto no sea muy útil políticamente, ni esté bien decirlo en alto, pero estamos en confianza.
En unas semanas, si todo marcha bien, me mudo, y al lado de mi nueva casa hay una iglesia católica. Hace poco me paseé por mi nuevo barrio para identificar los principales servicios y equipamientos, y sentí decepción porque buena parte del espacio disponible de la manzana estuviera ocupado por un edificio con tan poco uso, tan reservado para un culto tan determinado. De todos los futuros que nos solemos imaginar, y de todas a las herramientas que debatimos para hacer reales esos futuros, no es habitual mencionar el papel y el poder de la Iglesia; y hay mucho de donde rascar.
Guió don Quijote, y habiendo andado como doscientos pasos, dio con el bulto que hacía la sombra, y vio una gran torre, y luego conoció que el tal edificio no era alcázar, sino la iglesia principal del pueblo. Y dijo:
—Con la iglesia hemos dado, Sancho.
Con la Iglesia hemos topado es el refrán que nos ha quedado tras la evolución de ese pasaje de la obra de Cervantes, utilizado por generaciones y generaciones y españoles para describir el inmenso poder del que el estamento eclesiástico ha disfrutado y ha abusado durante siglos de historia. El cuestionamiento de sus privilegios desató, entre otros motivos, una guerra civil. Existieron excepciones, por supuesto, pero durante la dictadura la mayor parte de la iglesia se encargó de disciplinar, de abusar, de ocultar y de callar; al igual que durante la Transición fueron más los intentos de torpedear el proceso democrático que de acompañarlo. La influencia de la Iglesia está en decadencia, pero sigue siendo una obligación cívica de cualquier proyecto político poner en cuestión sus privilegios y no minusvalorar su capacidad, sobre todo de los sectores más ultras, de seguir alimentando el becerro de oro.
El tema ha perdido fuelle, pero hace unos años el Gobierno de Sánchez realizó una lista de propiedades inmobiliarias (no solo iglesias o ermitas: lugares de uso común, centros cívicos, plazas públicas, kioskos, tierras de labranza… de todo) que hasta 2015 la Iglesia Católica había registrado para sí, a cambio de prácticamente nada, al calor de la complicidad de diversos gobiernos. Un expolio. Se estima que al menos 100.000 son los bienes inmatriculados, de los cuales el Ejecutivo calcula que aproximadamente 1000 fueron registrados incorrectamente. Hace unos años se mantenían negociaciones para su devolución, que han sido bloqueadas por el momento.
En El apoyo mutuo, Piotr Kropotkin intenta explicar cuál es la razón por la que el anarquismo penetró con más fuerza que el comunismo en las capas bajas de la sociedad española durante la eclosión revolucionaria de los siglos XIX y XX. Por su estructura durante la edad media, muchas aldeas y pueblos mantenían cierta independencia con respecto al poder eclesiástico y feudal: muchas de las infraestructuras eran levantadas y mantenidas por el común, no eran de nadie y eran de todes. Muchas de esas edificaciones fueron reclamadas para sí por el clero, por lo que devolverlas al uso primigenio es una cuestión de justicia y de respeto a nuestra historia contestataria.
Expropiar los bienes de la Iglesia y/o regular su uso no tiene por qué ser incompatible con los usos habituales; se puede mantener perfectamente tanto su labor social como los cultos. Una vez más, acabar con el privilegio no es acabar con ningún derecho, sino ampliarlos. En la vida que vendrá, independientemente de cuál sea finalmente el escenario climático al que nos enfrentemos, necesitaremos más espacios comunitarios para combatir las inclemencias del exterior; necesitaremos refugios climáticos. Y sí, fantaseo con unas iglesias que, además de celebrar las misas y las liturgias habituales, sirvan de punto de encuentro y de cobijo, aprovechando sus muros gruesos y su excelente aislamiento climático. A día de hoy, el poder de la Iglesia es más subrepticio, pero es. Lo que es evidente es que cualquier proyecto rupturista, revolucionario, tiene que hacerle frente.
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A principios de este año empecé a ir al gimnasio. Llevo años a vueltas con la tarea siempre pendiente de hacer ejercicio con cierta regularidad, y hasta ahora ese tipo de espacios siempre me habían espantado, pero algo hizo click en mi cabeza; ayudado, eso sí, por la cada vez más amplia evidencia de que el entrenamiento de fuerza es extraordinariamente saludable independientemente de la constitución y la edad -con precaución, claro- y por un impulso que llevo arrastrando tiempo y que me lleva a poner en marcha mi cuerpo, hacer cosas con mis brazos y con mis dedos y con mis piernas y con mis pies, y dejar de lado la pantalla retroiluminada y el estímulo constante.
Lo primero que me dicen mis amigues no acostumbrades a ir al gimnasio es lo mismo que me dicen los que se enteran que transito el centro de Madrid en bici todas las semanas. No lo expresan siempre de la misma manera, pero es algo como: “¿Cómo te has hecho con el espacio sin ser tuyo?”. Al igual que tirarse a la carretera compartiendo asfalto con moles de acero de miles de toneladas y que encima parezca que tienes que pedir perdón por existir, el primer día de gimnasio para alguien sin costumbre de habitar estos lugares y sin un cuerpo normativo suele ser duro. Poco a poco te vas dando cuenta de que, por lo general, muy poca gente te mira o te juzga y vas progresivamente sintiéndote con el derecho a estar allí.
Sin embargo, que el empoderamiento se produzca no quiere decir que no haya desequilibrios de base: los ciclados son los que más gritan, los que ocupan el mayor número de máquinas durante el mayor tiempo posible, los que reciben el favor y las simpatías de la propiedad, los que practican el apoyo mutuo con otros ciclados, precisamente los que menos lo necesitan. Engrasados con fruición con el discurso hegemónico de siempre: sacrificio, disciplina, meritocracia y ostracismo contra el diferente porque no se esfuerza lo suficiente, porque no se adapta a la norma divina.
Es importante disputar el espacio del gimnasio y, en general, el espacio del ejercicio físico. La mayoría de discursos que orbitan en torno a él son dañinos y ajenos, pero no nos puede servir como excusa para renunciar a la salud, a la vitalidad y al pasarlo bien en compañía mientras practicamos algún deporte o nos ejercitamos. Una buena dotación de gimnasios públicos, con entrenadores especialmente preparades para detectar desigualdades o inseguridades, a ser posible sin frases motivacionales de mierda en los espejos, ayudaría a cambiar la concepción sobre estos espacios; así como los gimnasios autogestionados, que ya son comunes en muchos centros sociales -y que tristemente han sido una puerta abierta para infiltrados policiales- pero que deben dar un paso más y salir del circuito habitual de la izquierda y del fetiche del boxeo y las artes marciales para generalizarse y convertirse en alternativas realmente populares. Los desafíos a los que nos enfrentamos pondrán en jaque nuestra salud; no nos podemos permitir renunciar a ella.
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Me llamó la atención hace unas semanas este tuit: varias ciudades de Detroit (Estados Unidos) están convirtiendo centros comerciales abandonados en los nuevos centros del municipio, con nuevas viviendas planeadas donde antes había comercios y nuevos espacios comunes donde -en principio- no habrá que consumir. No es un proceso inocente, ni mucho menos socialista: es simplemente que el sector inmobiliario ofrece más rentabilidad que el retail.
En Estados Unidos, donde estas grandes plataformas se convirtieron en todo un símbolo de los nuevos modos de ocio y socialización capitalistas, estos espacios se encuentran en retroceso, al contrario que en España. Aquí tenemos centros comerciales abandonados o con muy baja actividad, generalmente porque no se han adaptado a los “nuevos tiempos”, es decir, que no pudieron atraer a una gran franquicia que a su vez atrajera al gran público -Zara, Primark, Fnac, Mediamarkt, por ejemplo-. Sin embargo, otros gozan de muy buena salud, ofrecen diversas experiencias de ocio y los fondos de inversión incluso se pelean por las mejores ubicaciones; al mismo tiempo, son los locales de toda la vida los que se reconvierten a todo meter en viviendas, con destino turístico o no.
En esta búsqueda de refugios que probablemente tengamos que acometer, esperemos que no de manera precipitada, sería especialmente bello y justo que los centros comerciales, símbolo de un modelo de consumo desaforado, de diversión y de sociabilidad con la compra de por medio, se convirtieran en espacios comunes, con otro tipo de servicios asociados, o espacios donde simplemente estar y descansar; lo que reclamamos para la calle, sin ir más lejos, que pueda ser también disfrutado bajo techo.