La vida que vendrá #27: todo lo que merece preservarse
Es una pregunta que me ronda la cabeza prácticamente desde que inicié la newsletter. En la vida que vendrá ya hemos dado por hecho que mucho de lo que tendremos, compartiremos y disfrutaremos será nuevo; otro tanto será antiguo, recuperado de tiempos quizá más toscos pero algo más sencillos, de antes de que nos metieran en esta espiral de consumos y deseos. Pero, ¿qué es lo que merece la pena preservar? ¿Qué es lo que tenemos a día de hoy en las sociedades del Norte Global que tenemos que mantener porque es bueno y porque es universalizable, porque será un aliado para combatir las altas temperaturas y la tensión sobre los recursos del futuro?
Lo primero en lo que muchos pensamos es en las redes de educación y sanidad públicas, que se mantienen en pie aunque tambaleándose y que, con amplias deficiencias agravadas en los últimos años, siguen siendo ejemplo sobre todo en comparación con otros sistemas mucho más privatizados. Sin embargo, defendido este precario consenso, surgen otras preguntas, quizá incómodas, que me da la sensación de que nunca se abordan en los espacios que se dedican a teorizar acerca de los futuros deseables.
¿Querremos libertad de expresión? ¿La libertad de prensa nos parece algo que mantener? ¿Dónde se pone la línea entre la tecnología que es un derecho y la tecnología que es un lujo? ¿Nos vamos a otorgar vías de escape en las sociedades que construiremos? ¿Cómo nos vamos a encargar de mantener la memoria y qué relato utilizaremos para ello? ¿Tendremos cárceles, tendremos policía? Y, por sintetizar las continuas discusiones entre las diversas corrientes de la izquierda en los últimos dos siglos: ¿queremos Estado? ¿Qué tipo de Estado? ¿Queremos democracia? ¿Qué tipo de democracia?
Entiendo que a muchos de los lectores la respuesta a estas preguntas le parecerá más que obvia y estén tentados a desuscribirse de la newsletter por el atrevimiento de plantearlas. Yo no tengo la respuesta definitiva a la mayoría de ellas y me gustaría un debate público en el que formularlas per se no molestara, a pesar de que pueda revelar sesgos y privilegios. Lo que tengo claro desde hace mucho tiempo es que la crisis climática obliga, por la velocidad de su implantación y su enraizamiento con la podredumbre del modelo productivo capitalista, a plantearse diversos horizontes temporales, porque no nos podemos permitir el advenimiento de una revolución que de respuestas satisfactorias a todas esas cuestiones. Me surgen diferentes contestaciones a esas preguntas en el corto, en el medio y en el largo plazo y eso es en sí una contradicción que me parece absolutamente legítima.
He pensado mucho en la última de las preguntas esta semana a raíz del espectacular amago del presidente del Gobierno, Pedro Sánchez. Dicho quede que no es un político especialmente de mi agrado, como para tantas personas a la izquierda del espacio ideológico que dice representar. No creo que sea especialmente hábil para la estrategia, como a menudo se le atribuye, pero sí para representar los últimos rescoldos de un cierto momento populista que ejerce con más intuición que manuales de praxis parlamentaria. Quizá para ello hay que albergar ciertos rasgos narcisistas, deshacerse de los escrúpulos y tener poco respeto por tus compañeres de bancada y de espacio, como sin duda el jefe del Gobierno ha demostrado durante estos días.
En este sentido, me ha dejado triste cómo se ha planteado el debate a la izquierda del PSOE. Quizá es que, dado lo precipitado de los acontecimientos, tampoco había margen. Me ha molestado especialmente el intento de cerrar con un “you have been PSOED” el debate sobre si es deseable de que un presidente del Gobierno dimita por el lawfare de la mano con el bombardeo mediático ultraderechista. Creo que es posible hablar de ello dejando de lado las intenciones reales, que desconocemos (sigo teniendo mis dudas de que el movimiento fuera puramente estratégico y de cara a la galería) y analizando el tema desde la óptica de “un presidente democrático” en vez de la fácil y reduccionista “este presidente democrático”.
Me importa relativamente poco el destino político de Pedro Sánchez; me importa bastante más lo que implicaba su caída de esta manera, empujado por unas manos muy sucias y muy peligrosas. Me parece sano plantearse ciertas preguntas sobre en qué momento estamos y qué nos aguarda el futuro inmediato sin que en el segundo tres cualquier intento de conversación se corte porque el interlocutor entienda que no me importan las devoluciones en caliente, las infiltraciones policiales en movimientos sociales, la tibieza con Israel, la cacería judicial contra Mónica Oltra, la represión o la lamentable política de vivienda.
En abstracto, no me gusta la democracia, esta democracia. No me parece el mejor de los sistemas posibles. No es mi intención, tampoco, abrir un melón para que el que necesitaríamos horas de lecturas, pero en esencia creo que el sistema democrático liberal performa una libertad falsa en ciertas aristas para estrangular cualquier movimiento disidente y blindar las continuas maniobras del capital en directo perjuicio no solo de les más vulnerables, también de todo lo que considera ajeno, poco civilizado, digno de colonizar. El genocidio que está cometiendo Israel es directa consecuencia de la manera de habitar el mundo que representa el modelo democrático liberal. Me siento incómodo con el lema de la manifestación “por amor a la democracia” convocada el pasado domingo. Pero todo lo anterior no es óbice para que piense que sí es el mejor de los sistemas que tenemos posibilidad de protagonizar en el futuro más inmediato. No es mi modelo para el presente, no es mi modelo para el futuro, pero sí creo en cierta responsabilidad cívica para defenderla frente a otros modelos iliberales procedentes de la reacción.
Cada dos por tres se viraliza una frase, con distintas variantes, que viene a decir que, por estadística, la mayoría está más cerca de ser desahuciado que de volverse millonario. De la misma manera, creo que en estos momentos estamos mucho más cerca de sufrir un golpe de Estado fascista que de ejecutar la revolución social. No tanto porque sean mayoría, sino porque ostentan el poder económico, el mediático y el militar. Y me parece irresponsable ignorarlo. Tampoco creo en el “cuanto peor, mejor”; si finalmente ese golpe de Estado se hace realidad, estaremos muchísimo más lejos de dicha revolución social que ahora; y en el mejor de los casos, no llegaremos a tiempo para evitar aún más sufrimiento de las capas más vulnerables del país y del mundo, porque el cambio climático agudiza todas las desigualdades presentes. El periodista Manuel Rico tuiteó horas antes de la carta del presidente lo siguiente: “Hace años que está en marcha en España un golpe blando liderado por algunas togas. Se puede mirar para otro lado o se puede afrontar con determinación. La segunda opción no es nada sencilla (tras años y años de pasividad), pero la primera nos lleva al fin de la democracia”. Somos lo suficientemente maduros para no esperar a un golpe duro, a guardias civiles entrando a tiros en el Congreso, para darnos cuenta de que tenemos cosas que perder.
La democracia basa su legitimidad moral en el ejercicio de la libertad de expresión, de prensa y de reunión y no hace falta ser muy avispado para entender que esa libertad no es tal, visto el encarcelamiento de Pablo Hásel, la amenaza sobre les manifestantes de Extinction Rebellion, el cierre de Egunkaria, la respuesta al procés o la condena a las sindicalistas de Suiza y a los seis de Zaragoza, por citar los primeros casos que se me vienen a la cabeza. Es una libertad condicionada, precaria, en ciertos momentos cruel, pero es una libertad mucho más amplia que la que disfrutaremos si la ultraderecha alcanza sus objetivos. Es una libertad sostenida a duras penas sobre el imperio de la ley, el ordenamiento jurídico, que garantiza evitar cierto grado de arbitrariedad. No quiero decir que el sistema no sea nunca arbitrario; pero sí creo que es mucho menos arbitrario de lo que puede ser si los que nos odian ejecutan su venganza.
Entiendo perfectamente que no es lo que esperáis de esta carta. Hoy no se trata de la vida que vendrá, sino de la vida que podemos perder, y me parece cínico e ingenuo seguir dibujando lo primero ignorando lo segundo. A la pregunta de qué es lo que merece preservarse, respondo que quiero preservar cierto grado de libertad, cierto orden, ciertas garantías de las que disfrutamos a día de hoy y que costó décadas conseguir o recuperar, aunque sean profundamente insuficientes para mantener el bienestar de amplias capas de la población y avanzar con serenidad hacia un futuro justo; y esto va mucho más allá de la supuesta reflexión de Sánchez, sus trampas y su demagogia cutre, sino de con qué ánimo planteamos los vericuetos de la política parlamentaria y los diálogos que sí o sí tendremos que mantener entre los que no queremos que todo se vaya a la mierda. En Argentina ya han perdido buena parte de todas esas garantías; han bastado meses. Brasil estuvo a punto de caer, al margen del resultado de las urnas.
Sé que no es lo ideal escribir a la defensiva, arguyendo la asfixiante óptica del mal menor y, sobre todo, desde el miedo. Pero es que es normal sentir miedo de lo que hay al otro lado de la precaria mayoría parlamentaria actual. Me molesta que me nieguen el derecho a sentir miedo. No es cierto que lleve al conformismo, a tragar sapos, a la sumisión ni a la rendición, como habitualmente se vincula, y en tantas ocasiones con razón. Se pueden defender los maltrechos restos de justicia a la vez que se aprieta porque queremos más, queremos mejor y lo queremos bonito. De verdad.
Llevamos un mundo nuevo en nuestros corazones pero para que llegue a materializarse, a superar el sentido común actual que pone en el centro el derecho a la propiedad, la violencia contra el otro, el coche y la carne en vez de la vida, el bienestar y las necesidades básicas, quizá haya que defender el orden presente porque está más cerca del futuro que del pasado; igual que el autor de la primera frase del párrafo defendió la República pese a no creer en el Estado, pese a que ese mismo Estado se llevó por delante a tantos de los suyos. Podemos seguir acusándonos de traidores o podemos apretar en distintos frentes, aplicar la generosidad y dejar de rehuir la complejidad del momento político actual con un chiste cínico en Twitter. Prefiero lo segundo.