La vida que vendrá #24: la libertad de permanecer
El concejal de Más Madrid e histórico líder vecinal de Orcasitas, Félix López-Rey, me emocionó hace unos días hablando de su derecho al barrio. El contexto es el de la defensa de residencias para personas mayores dignas, equipadas y en las que no se produzcan vulneraciones de derechos humanos -increíble lo que nos vemos obligades a defender- también de cercanía, una en cada barrio, porque una persona residente en estos centros, ya sea a régimen completo o solo de día, tiene derecho a seguir vinculado a las calles que le vieron crecer. “Si a mí me sacan de Orcasitas me están matando, me están acortando la vida. Yo quiero pasear por las calles, quiero que me puedan ver mis hijos y mis nietos, o ir al Centro Cultural a ver pasear a las nietas de mis vecinos, o ir a ver al Orcasitas o al Alzola un domingo por la mañana si no me duele nada”.
“Lo que no puede ser es que lo que prime en esta vida sea el dinero o el negocio” (...) “Igual que mis nietos tienen un instituto cerca, o los chavales tienen un colegio, por qué narices a mí me tienen que desarraigar”.
En el barrio está buena parte del eje de la acción climática: es en los entornos urbanos donde se concentran buena parte de las emisiones de CO2 y donde se concentran buena parte de las inercias malsanas que nos conviene eliminar. Rosa Jiménez Pereda, otra de las personas más listas con las que que he tenido el placer de cruzarme en los últimos años, prefiere hablar de “entornos de proximidad”, para salir del foco de la urbe y a la vez para acotar aún más el concepto, como “un espacio de convivencia en el que se dan intercambios (sociales, humanos, comerciales, económicos) marcados por la pertenencia a un mismo contexto”. Es en este universo donde Rosa aplica el llamado “derecho al arraigo” que reivindica Félix: el derecho a sentirse parte de la comunidad y del territorio, vinculado con su pasado y su futuro, y a no tener que salir obligado porque todas las necesidades están cubiertas. “Que sin ti no estoy, que no me hallo”, que recitaba Malacara el pasado 28 de febrero; el desarraigo duele y genera monstruos.
“Echar raíces quizá sea la necesidad más importante e ignorada del alma humana. Es una de las más difíciles de definir. Un ser humano tiene una raíz en virtud de su participación real, activa y natural en la existencia de una colectividad que conserva vivos ciertos tesoros del pasado y ciertos presentimientos de futuro”, explica Simone Weil. El desarraigo es el proyecto de la derecha política de este país: su desmembramiento de los servicios públicos comunitarios en cada barrio, cuando no los deja directamente morir. Su apoyo a la cruel mano visible y podrida del mercado en la vivienda, con un concejal de Almeida celebrando que los precios suban en Carabanchel porque así “se benefician los vecinos”, como si el proyecto vital universal fuera vender e irse, en vez de quedarse y vivir. Su violencia contra cada centro social okupado, su boicot directo o indirecto a cada iniciativa vecinal autogestionada; la glorificación del camino del guerrero individual, el jefe diciendo que prefiere negociar en su despacho con cada persona trabajadora en vez de negociar con el sindicato, su defensa absurda de la libertad para moverse cuando niegan la libertad para permanecer.
Mi relación con mi barrio actual, Puente de Vallecas, en Madrid, ha sido complicada. Vine prácticamente obligado por dos factores fuera de mi control: el precio de la vivienda y la distancia a mi puesto de trabajo: que viva la libertad. Al principio albergaba muchas suspicacias, y parte de ellas las sigo manteniendo: su fuerte identidad vecinal vinculada indisolublemente a la izquierda me parecía, en buena parte, una pose y una estética más que un movimiento real de resistencia. Por otro lado, sus iniciativas conectan con mucha dificultad con el grueso de población latina que habita la zona, en parte por barreras culturales, en parte por autocomplacencia y en parte porque cuentan con sus propios espacios de apoyo mutuo para afrontar problemáticas y resistencias que se le escapan y suenan lejanas al vecino blanco. Me fui reconciliando poco a poco al ver que, si bien esos problemas son reales, hay un tejido que es reacio a portar banderas pero que da el callo día a día; organizando actividades para los más pequeñes, repartiendo comida, organizando ciclos, charlas y proyecciones, rescatando la memoria. Desde asociaciones de vecines, AMPAs, colegios e institutos, centros sociales. Sí que hay movimiento. Ayudó, claro, el tiempo y la presencia: empecé a disfrutar de los espacios, a conocer a les vecines, a hacerme habitual en los establecimientos. Como dice mi chica, me embarrié.
Embarriarse, arraigar, es agradable, calienta por dentro. Salgo de casa con otro ánimo, los paseos adquieren otro significado. A todo el mundo le gusta sentirse parte de algo, por sentirse parte de algo han triunfado las más gloriosas revoluciones y se han producido los peores crímenes. Es una energía que podemos transformar en otro modelo de entender la vida. La ciudad de los quince minutos, el modelo -autoría del urbanista Carlos Moreno- que compró París, no deja de ser un ideal que, para alcanzar al completo, exigiría derruir la ciudad por completo y volverla a levantar. Pero sí sirve como horizonte que asegura que el camino es correcto. La ciudad de los quince minutos, esto es, los espacios de proximidad fuertes y vivos, implican menos emisiones contaminantes y de efecto invernadero, sentir menos la soledad, tener más tiempo libre, hacer florecer el apoyo mutuo, criar y acompañar con garantías, una mejor salud, un impacto menos lesivo de los alimentos que consumimos y del ocio que disfrutamos. La vida que vendrá consistirá en que lo bueno estará cerca.
Sin embargo, no podemos obviar que hay grandes obstáculos. El primero, evidentemente, es la crisis de vivienda y habitacional que arrastran las grandes ciudades, que expulsan a la gente de su barrio, que segregan y que hacen imposible una vida digna. El segundo: una legislación incompleta por poco exhaustiva que deja al arbitrio de empresas la implantación del teletrabajo. No por difícilmente universalizable -no todos los trabajos se pueden realizar a distancia- debemos asumir que ya hemos recorrido todo el camino que podemos recorrer con esta herramienta, que bien aplicada nos permite vivir mejor, dejando de sentir el barrio como ese lugar en el que únicamente dormir y reponer fuerzas, permitiendo una conciliación real y añadiendo una dosis de libertad a la elección de un lugar en el que arraigar. Entre los cargos medios con la urgencia de justificar su puesto, los directivos con ideas trasnochadas y lesivas sobre la productividad y un Estado con una idea estrechísima y liberal sobre “lo posible” estamos dejando pasar un tren con excelentes vistas a otro modelo.
Y por último: reivindicar el barrio no significa idealizarlo. No me gustan las miradas folklóricas sobre los lugares de origen y/o con los que se siente un vínculo de pertenencia, que obvian sus problemas relacionados con la seguridad, la desigualdad o la inclusión. Reivindicar el barrio y el derecho al arraigo es, en último término, un gesto de poder, como explica el salubrista Javier Segura: “El centro es la metáfora del poder y la periferia de su subordinación y dependencia del mismo. El barrio es etimológicamente lo salvaje y el centro es la civilización. Como tal, una periferia empoderada puede ser un espacio político que impugne el orden: la periferia política frente al poder instituido”.